Opinión
Por Pablo Daniel Seró
Pastor
Retomamos lo expresado en la primera parte del artículo, publicado en la edición del domingo 17 de marzo pasado, en la que se propuso un abordaje diferente, con una mirada en perspectiva, que nos permita salir un poco de las tradiciones y costumbres para apreciar y valorar algo tan importante para la humanidad de todos los tiempos. Algo que muchas veces se pierde dentro de ese escenario de rituales, tradiciones y costumbres.
Quiero compartir con ustedes algunos detalles muy relevantes que sirvan para que, juntos, podamos agudizar la mirada, ya no solamente en perspectiva, sino como haciendo zoom para ver con claridad al punto que nos “movilice” a tomar decisiones al respecto.
Se trata nada menos que del acto de amor más sublime de Dios para con la humanidad que está plasmado en el mensaje de la Pascua, presentando a Dios como padre “dando a su hijo unigénito Jesús” en rescate de todos aquellos que aceptaran por gracia su sacrificio en la cruz.
Tal vez pasó que te parece algo así como fanatismo religioso, un síntoma de falta de instrucción e intelectualidad pensar en estas cosas como “reales y transformadoras”.
No obstante, lo que determina su activación es la decisión personal de buscar a y de Dios… a dar un pequeño paso de fe en busca de “experimentar lo espiritual”, aunque parezca una contradicción.
La Biblia (que es la palabra de Dios) nos permite como herramienta indispensable -sumada a la oración-, dar un primer paso en esa apasionante acción de buscar a y de Dios. “Buscad y hallaréis” es, de hecho, una de sus promesas y Él es fiel.
Jesús, según los relatos bíblicos, se negó a ser Dios, se decidió a dejar su trono para hacerse hombre semejante a nosotros y así cumplir el plan de redención, perdón y salvación que el Padre, en su infinito amor por la humanidad, trazó para que todos tuvieran la oportunidad de ser parte de su Reino.
Jesús nacería, viviría y crecería en una familia con sus padres y sus hermanos siendo preparado por Dios para la gran misión redentora de la humanidad, la de morir en la cruz como el cordero de Dios que quita los pecados del mundo. Tomaría su lugar en la cruz, ocupando en realidad nuestro lugar, el mío y el tuyo, por ese amor inefable (que no se puede explicar cabalmente con palabras) para pagar y hacerse cargo del precio del pecado de la humanidad que decidió vivir de espaldas a Dios.
Los anuncios de los profetas de muchos años antes acerca de Jesús ya se cumplían. Un hecho importante fue la entrada triunfal a Jerusalén que hizo Jesús montado sobre un burrito, animal que -según los historiadores y teólogos-, representa humildad, paz y trabajo, en contraste con un caballo que representaba autoridad del rey terrenal, instrumento para la guerra y la conquista.
El relato bíblico nos muestra a Jesús entrando a Jerusalén y una multitud poniendo a su paso mantos y palmas declarando “¡Hosanna al hijo de David, Hosanna en las alturas, Bendito el que viene en el nombre del Señor!”.
Jesús ya había dicho “el Reino de los cielos se ha acercado a vosotros”. Jesús no venía a tomar autoridad como un rey terrenal, sino a establecer que la humanidad tuviera acceso por Él al Reino de Dios.
Muchas veces un verdadero obstáculo es la “religión” concebida como un esfuerzo y necesidad del ser humano de definir a Dios, de encuadrarlo en una dinámica temporal, cronológica y estereotipada en la que el mismo ser humano, contradictoriamente, por causa de ella termina alejándose de Dios.
Dentro del escenario profético y con una realidad natural cargada de tradiciones, rituales y religiosidad, Jesús venía a tomar el “papel principal”.
Jesús viviría una previa en los camerinos de la “gran obra de amor” más sublime y hermosa jamás pensada por ningún director humano, sino solo por Dios como Padre amoroso que, lejos de lo lógico y esperable.
Sería en el huerto de Getsemaní, donde había pedido a sus discípulos que velaran en oración a su favor, cuando Él fue a ver, ya se habían dormido. Entonces Él se quedaría solo ante la tremenda situación de tener que decidir, pudiendo no hacerlo, si ir a la cruz a morir por nosotros como “el cordero de Dios”.
Él oró y dijo así: “Padre, si puedes pasa de mí esta copa, pero no sea mi voluntad, sino la tuya”. Su parte humana no quería, pero su amor increíble e incomprensible fue más fuerte y fue el motor, la fuerza que le permitió mirar la cruz y todo lo que pasaría. También vio a futuro a multitudes de personas redimidas y salvas por la fe en Él que serían, según la Biblia, un linaje… serían familia de Dios.
Llegó el gran momento. Ya estaba siendo crucificado (desde el punto de vista simplemente natural porque la multitud que antes lo aclamó, luego gritó sin piedad “¡crucifíquenle!”.
La “realidad espiritual” fue que puso su vida, entregó su vida en la cruz por amor) cuando declaró: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. La tierra tembló y se produjeron cosas sobrenaturales, poderosas.
En el templo había un velo grande y rojo que separaba a las personas del lugar santísimo donde estaba el arca que representaba la presencia de Dios. Nadie podía acceder a ese lugar, solo lo hacía un sumo sacerdote en un ritual una vez al año, en representación del pueblo a pedir que Dios “cubra el pecado”.
Ahora, con ese velo roto al medio sobrenaturalmente, las personas tendrían por el sacrificio de Jesús y reconociéndolo como Señor y Salvador, libre acceso al trono de la gracia para hallar el oportuno socorro, ¡qué maravilloso!
Venía luego la promesa que resucitaría al tercer día y así aconteció. Jesús venció a la muerte, al mundo y al pecado, resucitó, se dio a conocer durante cuarenta días a muchos de sus discípulos, los confirmó en la fe y les hizo dos promesas muy importantes: la primera fue que enviaría “dentro de no muchos días” al Espíritu Santo como el consolador para que esté con nosotros todos los días hasta el fin; la segunda promesa poderosa fue “que volvería por su iglesia”.
Volvería por aquellas personas que lo aman, que viven de acuerdo a su palabra y que esperan de corazón como una novia espera el momento de su boda con su amado, las bodas del cordero en cuya su iglesia será presentada delante de su trono de la gracia como su novia para una vida eterna en su presencia.
Te animo, de todo corazón, a que no dejes pasar hoy la oportunidad de dar ese paso de fe y buscar a Dios. “Buscad y hallaréis”… y si ya estás en el camino de Dios, te animo a no desalentarte y a recordar todas sus promesas que son “sí” y “amén” en Jesucristo. Dios es bueno y para siempre su misericordia.