Por: Rita Mabel Figueredo
He llegado a creer, en los últimos tiempos, que un lugar para estacionar no es solamente un espacio donde dejar el auto durante las horas que dura el trabajo o un trámite. Es más bien una demostración de poder, fuerza y destreza, además de un claro indicador del éxito (o no) que tenemos en la vida.
La afirmación puede parecer exagerada, pero, dejando a salvo la clara ventaja que supone moverse en vehículo propio, y la sensibilidad que me despierta la experiencia sufriente de quienes se trasladan en el sistema de transporte público de pasajeros (que es material para otra historia) en los últimos años, tratar de dejar el auto a una distancia que justifique el haberlo sacado del garaje, se ha convertido en una verdadera odisea.
¿No me creen? Les cuento lo que pasó hace algunas semanas.
Después de dejar a los niños en el colegio (estacionando en doble fila, bajándolos apurados exactamente frente al portón, por supuesto) parto hacia mi destino. Conservo todavía una cierta modorra del día que comienza y un leve aire de esperanza, que se va esfumando poco a poco con cada vuelta alrededor de la manzana sin encontrar un bendito lugar disponible.
Todos parecen haberse levantado antes que yo, o haber dejado sus vehículos ahí desde la noche anterior. Amplío el radio. Dos cuadras, tres, seis. Nada.
La luz mala del tablero avisa que casi no tengo combustible, así que la búsqueda se vuelve ahora, frenética.
En cada vuelta, se van activando los instintos. Visión periférica ultra sensible. Detector de movimientos. Velocidad supersónica para dirigirse al objetivo. Pero ya pasé setenta y cinco veces por frente a la oficina a la que tengo que llegar y nada.
La desesperación comienza a hacer mella en mi ánimo. Casi atropello a una viejita que cruza la calle para no perderme, un lugar potencial que me es arrebatado por un conductor que llega unos segundos antes.
Recito insultos mudos, mientras me alejo, cada vez más desesperada. La mañana se escurre como arena fina entre mis puños.
De repente, cerca de la siguiente esquina, veo un leve movimiento en un auto gris plata. ¡Albricias! Sin dudas está por salir.
El semáforo cambia y acelero. Ubicada a su lado en paralelo, confirmo que, efectivamente, se prepara para partir. La sensación de triunfo y alegría es indescriptible. Freno un poco más adelante, para que pueda maniobrar. Enciendo las balizas. Y espero. Espero. Espero… Miro por el retrovisor para ver qué es lo que puede estar demorando a mi benefactor, cuando noto que está viendo memes en el celular.
Estimo que son memes, porque su dedo baja por la pantalla del aparatito y se dobla de risa. Hago un esfuerzo para no perder la paciencia y gritarle que se apure. Mientras tanto, una larga cola de autos a los que, signos claros como una baliza, un auto que se detiene, la luz blanca de marcha atrás parecen no indicarles nada, se ponen a tocar bocina como si fuera posible descender desde los cielos para aparcar.
Bajo la ventanilla y saco el brazo. Mágicamente, como si fuera mucho más claro sacar un brazo por la ventanilla que las señas lumínicas del manual del buen conductor, todos entienden y desvían mi coche detenido.
Finalmente, el buen hombre, sale. Me relajo, disfrutando anticipadamente el alivio del final de la lucha. Tengo que apurarme para llegar a hacer los trámites, antes de que sea la hora de buscar a los chicos.
Pero, cuando todavía no he podido retroceder, desde la otra esquina, un ejemplar que, como yo, ha desarrollado el fino arte de advertir hasta el más mínimo movimiento como indicador de un potencial espacio, se lanza a la carrera ¡Hacia el mío! Invade sin ningún prurito y a toda velocidad lo que considero mis cinco metros de asfalto. Obviamente, me subo sobre la bocina.
Por la ventanilla, ya completamente abierta, saco el cuerpo entero y grito, gesticulando, con la cara desfigurada, las orejas rojas y la furia descontrolada en la voz, todos los epítetos agraviantes que se me ocurren (que son muchos, porque, debo decir, otra de las facultades que desarrolla el diario estacionar, es la ampliación de vocabulario), liberando la presión acumulada en los largos minutos que llevo buscando donde parar. El susodicho hace como que no oye, así que me bajo del auto.
Si hay un código que se respeta y se hace respetar en este tema, es el “yo lo vi primero”, y así se lo explico amablemente (bah, no tan amablemente) a mi interlocutor que, a los fines de evitar que me dé un infarto (en sus palabras: “señora, usted está tan alterada que mejor me voy, mire si se queda frita de un infarto acá y todavía es mi culpa…”); se retira.
Por fin, doy marcha atrás y acomodo el auto. Queda torcido. Vuelvo a salir. Cambio el radio de giro. Demasiado alejado de la vereda. Vuelvo a intentar.
Así unas cinco veces. Quince minutos después, tres rayones y un apercibimiento del agente de tránsito, ¡por fin lo he logrado! Agarro mi cartera, la carpeta, los papeles sueltos. Me retoco el lápiz labial. Y miro el reloj para darme cuenta que los chicos salen del colegio en diez minutos.