Por
Verónica Stockmayer
Montecarlo, Misiones, abril de 2024
Mi querido Flaco:
Alguna vez dijiste “si quiero me toco el alma, porque mi carne ya no es nada”. Te fuiste volviendo canción, siempre, presencia nítida cuando te precisamos.
Es verano. Hay duraznos sangrando, pero no duendes, y ya no cantan los carozos. Los anhelos se nos fueron aplastando y todas las hojas son del viento.
Las muchachas de ojos de papel procuran sostener flores en el ombligo y andan, perseverantes, aunque lo hacen ya sin alas. La marcha es pesada: no hay siquiera gnomos de lata para cuidar los vuelos, y las hachas de la desazón golpean nuestras cortezas, sin clemencia.
Sabemos -claro- que hay que cuidar al niño, construirle un vientre blanco; aunque haya dueños del tiempo, los relojes se pudren en sus mentes, y nos roban las horas y los sueños. Cuesta, Flaco. Tienta mucho dejarlo todo por esta soledad. Uno tiende a morir sin morir y a dejar que el río se seque, para callar.
Pero estás, navegando con el capitán Beto. Desde ahí nos llega un soplo de pan y arroz. Hay que intentarlo, traer a casa todo aquel fulgor. No sabés cómo extraño mi alma, como vos, pero yo puedo, debo, retomar el camino. Quizás un día se vuelva a escuchar la canción de los carozos y nuestros dedos por fin vuelvan a ser pan. Cuando haya cumplido mi parte tal vez pueda partir en un barco de papel, sin altamar, yo, que nunca pude volar.
Sos mucho más que corteza y canción, Flaco saeta.