Por Javier Chamorro
No te rindas, por favor no cedas.
Aunque el frío queme,
Aunque el miedo muerda,
Aunque el sol se ponga y se calle el viento,
Aún hay fuego en tu alma, aún hay vida en tus sueños.
Mario Benedetti
Fue un domingo cuando, sentados en los enormes sillones de mimbre sacados al patio y a la sombra de los árboles de palta, la abuela me contó nuevamente la historia de su gran cicatriz en la mandíbula.
Su única condición fue que le hiciera un rico mate amargo como a ella le gustaba.
I
Ese invierno de 1930 fue particularmente lluvioso.
Los brazos cansados y las manos húmedas por la transpiración y la lluvia confabularon para que el filoso machete se le escapase a Wadek.
Sofía Botniak sintió el golpe en la mandíbula y, por unos segundos, todo fue oscuridad. Se incorporó lentamente, sintiendo que la tierra se movía en un vaivén descontrolado. El machete se le deslizó de las manos, cayendo mansamente entre los gajos de la enorme cañafístula que estaba cortando y que su esposo Wadek Lato había derribado esa lluviosa tarde de abril.
-¡Sofía!, -gritó asustado Wadek mientras bajaba corriendo la pendiente. Se tropezó con una raíz y fue a caer a los pies de su esposa que trataba de recomponerse del mareo.
-¡Ya te tengo! -le dijo mientras la sujetaba por la cintura y la sentaba sobre el tronco del enorme árbol.
Con manos temblorosas le desató la pañoleta blanca que rodeaba la cabeza, sujetando el ancho sombrero de fieltro, que se ataba en un nudo debajo de la mandíbula.
-Estoy bien, -mintió para tranquilizarlo, pero al ver la cara de su esposo supo que nada estaba bien.
Los ojos café de Sofía, empañados en lágrimas por el dolor, se fijaron en la sangre que ya empezaba a teñir de rojo las verdes hojas esparcidas por el suelo.
El mareo había cedido y comenzaba a sentir pulsaciones en las sienes.
Las veinte hectáreas que les habían cedido en consignación eran un terreno irregular de monte virgen, ubicado a tres kilómetros del poblado de Gobernador Roca. Enormes árboles de madera noble, como palo rosa, lapachos, loro negro o cañafístulas cayeron bajo el hacha y la sierra del joven matrimonio. La madera era utilizada para la construcción de su primera casa y los galpones para acopiar las plantas de tabaco con el cual pagarían las tierras concedidas.
La pareja había decidido continuar con el desmonte y el desgaje de los árboles después de almorzar el reviro con huevos fritados en grasa en un fogón preparado en un claro del monte.
Había llovido sin parar desde hacía una semana y los arroyos habían comenzado a desbordarse.
-¡Quédate acá, voy a buscar el caballo…! ¡Te voy a llevar al doctor! -le dijo mientras le colocaba un pañuelo en la herida abierta del mentón y que dejaba ver el hueso quebrado por el machete.
Corrió sin detenerse hasta el campamento que habían improvisado y después de tomar algunas pertenencias montó el caballo percherón, regalo de su suegro, y lo azuzó galopando desesperado hacia donde esperaba su esposa.
II
Sofía y Wadek se conocieron en el barco que traía inmigrantes a la Argentina.
El desembarco en Buenos Aires fue seguido de una travesía aguas arriba del Paraná. El barco de vapor con unas veinte familias de inmigrantes terminaba su recorrido en el puerto de Corpus, antigua capital de Misiones.
Él, con 23 años, había llegado de Polonia con sus padres, hermanos, y abuelos. Eran agricultores recios y emprendedores, buscando trabajar la tierra que prometía dar réditos a quienes se arriesgaban a lo desconocido.
Orgulloso y emprendedor, dueño de un temple y de una seguridad en sí mismo que lo hacía un hombre distinto, era maduro para su edad. El cabello rubio y corto y los brazos largos al igual que sus piernas le daban un aspecto desgarbado y era el centro de las bromas que le hacían sus hermanos mayores.
Los Lato, a excepción de Wadek, se establecieron en la colonia que más tarde sería la ciudad de Jardín América, y se dedicaron al cultivo del tabaco y té.
La familia Botniak descendía de la realeza ucraniana. Los padres de Sofía eran sucesores de príncipes, pero los desacuerdos políticos con los partidarios de sus vecinos rusos hicieron que emigraran lejos de su Kiev añorado. Además de sus pertenencias personales, los baúles de la familia venían cargados de títulos y riquezas, asegurando de esta manera el futuro de varias generaciones en tierra misionera.
Sofía mostraba las cualidades de quien es preparada para gobernar. Era culta, de buenos modales y con una fuerte personalidad.
De estatura mediana, el pelo negro y lacio contrastaba con su piel blanca, dándole una rara y distintiva belleza. Sus ojos color café eran expresivos y alegres.
La familia real compró una hacienda en Apóstoles, con tierras ya preparadas para el cultivo de la yerba mate.
La enorme mansión de los Botniak se distinguía en lo alto de una serranía. Poseían caballerizas y magníficos caballos pura sangre, una pasión traída de su tierra natal.
Sofía tenía 20 años y, quebrando todas las reglas, contrajo matrimonio con el campesino Wadek. Se establecieron en la colonia de Gobernador Roca, cambiando de esta manera su vida, para siempre.
Una lluvia fría comenzaba a caer cuando el hombre clavó los talones debajo de las costillas del enorme caballo. Sentada de costado, Sofía trataba de mantener el equilibrio mientras se refugiaba entre los brazos y el pecho de su esposo.
La picada que llevaba desde el lugar del desmonte hasta la enorme casona en construcción estaba flanqueada por una vegetación exuberante. Enormes árboles se elevaban, compitiendo entre sí por los rayos del sol. Como si fueran verdes anacondas, los isipós se enroscaban por los troncos y ramas, subiendo y bajando por el verde dosel, dándole a la selva una imagen surrealista.
Después de recorrer dos kilómetros el camino terminaba abruptamente en un claro hecho por la pareja y sus familiares. Una pequeña casa de madera se levantaba, rodeada de enormes árboles, que brindaban su sombra y frescura a los jóvenes inmigrantes. Continuando unos veinte metros, se encontraba un galpón. Allí se guardaban los enseres y monturas, además de las herramientas utilizadas para el desmonte. Un arado, de hierro forjado y que era tirado por el caballo percherón, descansaba a un costado esperando su momento de remover la roja tierra misionera.
Cubierto por una lona, con olor a madera lustrada y grasa, se encontraba el carro que él había construido con un amigo carpintero.
A pesar del nerviosismo el muchacho amarró rápidamente el animal al carro, mientras Sofía se limpiaba y cambiaba de ropa en la casa. No se olvidó de la escopeta de dos caños. No confiaba en nadie fuera del círculo familiar.
-¡Vamos, mujer! -se escuchó el grito de su esposo mezclándose con el gemido del viento entre los árboles, la lluvia empezaba y se precipitaba cada vez más fuerte. ¡Tenemos que pasar el puente antes que anochezca!
-Ya estoy lista -balbuceó, mientras subía al carro ayudada por su esposo-. ¡Vamos a la casa del doctor alemán! -gritó él, como adivinando el pensamiento de su esposa.
No había terminado de acomodarse cuando Wadek hizo estallar el látigo sobre la cabeza del animal que salió disparado hacia adelante, perdiéndose rápidamente entre la lluvia.
(Continuará…)