Por: Javier Chamorro
VI
El ruido atronador del agua que se desplazaba llevando consigo lo que encontraba a su paso se podía escuchar desde lejos.
Amarrado al extremo de la soga, el primero en cruzar fue Pombo. Llevaba consigo al caballo percherón que ya había sido desenganchado del carro.
Los pies descalzos se deslizaban por la gruesa plancha de madera. Una fuerte ráfaga de viento se desplazó súbitamente, el puente gimió como un animal malherido, Pombo sintió que un frío mortal le recorría la columna vertebral.
El caballo resoplaba nervioso, hombre y bestia caminaban sobre una fina línea entre la vida y la muerte. Concentrado en sus pasos llegó finalmente al otro lado. Amarró el animal y el extremo de la soga a un árbol, se dispuso a cruzar nuevamente en busca de la mujer cuando vio el enorme tronco.
Wadek Lato decidió no esperar más, a pesar de las advertencias de los trabajadores y de la fragilidad del puente.
-Vamos, mujer, vamos nosotros ahora -le dijo a su esposa alzándola en brazos; sentía los hombros pesados por el cansancio, las manos entumecidas y rogaba que las piernas le respondieran.
Los recuerdos lo asaltaban inesperadamente: su dura infancia en una aldea en Polonia, los crueles inviernos que mataban los cultivos y la decisión de sus padres de emigrar. La lucha contra las incomodidades en el barco, alojados en compartimentos que solo eran aptos para el ganado.
Todo cambió cuando en una de sus recorridas por la cubierta conoció a Sofía, y al desembarcar eran ya grandes amigos. Ella nunca lo abandonó a pesar de la resistencia de sus padres y él se esmeraba por darle una vida digna dentro de sus posibilidades. Este puente a punto de romperse no lograría detenerlo.
Ya no escuchaba los gritos del capataz y los trabajadores ni el ruido ensordecedor de la corriente, como tampoco vio el enorme tronco que cabalgaba sobre el oleaje y que estaba destinado a darle el golpe mortal al puente.
Sofía Botniak ya no se lamentaba. Tenía la sensación de que su cuerpo no le pertenecía. El viaje desde la chacra hasta aquí le pareció que fue hecho en pocos minutos. No le importaba su dolor ni debilidad por la sangre perdida.
Su preocupación se dirigía hacia su esposo y a las personas que los estaban ayudando. Sentía lejano el ruido del agua y su vista estaba en un punto fijo del oscuro cielo tormentoso. Luego vino el terrible golpe.
Evaristo Pombo había caminado diez metros de regreso en busca de la mujer herida cuando vio al hombre blanco cruzando con su esposa en brazos.
-¡No, volta, volta! ¡A ponte vai cair! -gritó desesperado mientras regresaba sobre sus pasos. Pero Wadek no lo escuchaba. Sintió el terrible impacto justo antes de llegar a la orilla. Se agarró a la cuerda a último momento mientras el puente desaparecía debajo de sus pies.
La tormenta se había desatado nuevamente con renovada vitalidad. La lluvia arreciaba con tanta intensidad que a los trabajadores les costaba respirar. Eran testigos de la tragedia que sucedía delante de sus ojos.
Todos corrieron hacia el borde del barranco. El puente había desaparecido en un amasijo de hierros y madera; como si un gigante hubiera dejado caer su colosal puño sobre la endeble estructura.
Los gritos de ayuda eran apenas perceptibles, solo los sentidos aguzados de Pombo lograron percibirlos. Desató la cuerda y comenzó una alocada carrera por el borde del descontrolado arroyo buscando un posible milagro.
En una curva cerrada del arroyo, a doscientos metros del camino, el tronco se había incrustado contra la castigada ribera, el otro extremo era sujetado por los restos del puente enganchados caprichosamente contra una enorme roca que sobresalía del agua.
Uno de los brazos de Wadek Lato estaba aferrado al enorme tronco, con el otro trataba de mantener la cabeza de Sofía sobre la superficie del agua.
-¡Ayuda! -gritó desesperado. El agua se le introducía por la boca cortándole la respiración. Trataba de impulsar a su esposa hacia arriba, pero la fuerza de la corriente lo empujaba hacia abajo.
-¡Aguanta ahí, gringo! -le gritó Pombo mientras bajaba por el barranco atado con la cuerda por la cintura; un tramo de maderas se desprendió del amasijo y se perdió en la corriente-. ¡Merda, aguanta firme ahí, parceiro! -volvió a gritar el gigante negro, arrastrándose por el tronco hacia la pareja.
Sofía Botniak, aún consciente, se aferraba a su esposo. Pensó en soltarse. No quería rendirse, no estaba en sus genes simplemente abandonar la lucha. Sintió las enormes manos de Pombo cerrarse sobre sus muñecas al mismo tiempo que era impulsada hacia arriba por el gigante, quien la amarró con la cuerda por la cintura y arrastró hacia lo alto del barranco.
-Mi esposo, por favor -alcanzó a balbucear; cubierta de barro y sin fuerzas, imploraba a Pombo y suplicaba por un milagro más.
La noche extendía su oscuro manto sobre el monte cuando el negro volvió a bajar. Ya sin visibilidad llegó a tientas hasta el hombre.
-Aguanta parceiro, ya estou aquí -dijo Pombo mientras sujetaba las manos del gringo.
-Mi esposa… ¿Está…? -preguntó exhausto Wadek.
Acostado sobre el tronco trataba de mantener el equilibrio, mientras la corriente comenzaba a arrastrar los restos de madera y hierros enganchados en la piedra.
En la orilla del barranco, Sofía Botniak escuchó por última vez la voz de su esposo, los dos hombres se perdieron en la noche llevados por la correntada aferrados uno con el otro.
VII
Acariciándose el largo cabello gris, con los ojos nublados por las lágrimas pero con una sonrisa en su hermoso rostro la anciana hizo una pausa para buscar las palabras justas y terminar el relato.
Me contó que despertó dos días después en una habitación de la casa familiar del médico, adonde fue llevada a lomo de su caballo por aborígenes guaraníes, testigos también del drama sobre el puente aquella tarde tormentosa. Estuvo diez días internada y al cuidado del médico y su familia.
Los dos hombres fueron hallados también por los guaraníes al siguiente día de la tragedia a varios kilómetros del puente. Los cuerpos estaban uno al lado del otro, al costado del arroyo y con los brazos extendidos hacia lo alto de la ribera.
Los nativos aún hoy rinden un homenaje, mitad cristiano y mitad pagano, a los dos seres que se enfrentaron a las bravas aguas del arroyo, hoy llamado Ñacanguazú o Cabeza Grande.
Muchos años después la abuela se volvió a casar y formó una gran familia y, cada vez que viajaba atravesando el puente, arrojaba dos rosas blancas a las aguas del arroyo. Se quedaba unos minutos viéndolas flotar suavemente, siguiendo la corriente hacia el mismo lugar donde vio desaparecer a los dos hombres que marcaron su vida para siempre.
Tuvo una amistad que duró hasta su muerte con la esposa de Evaristo y siempre visitaba la aldea guaraní de aquellos que la habían cargado desvanecida hasta el pueblo.
VIII
Año 2010
El día de su partida se había formado una fila interminable de familiares y amigos que esperaban para entrar a despedirse. No creía poder enfrentar su mirada sin estallar en llanto, pero ella era una hermosa caja de sorpresas. Sentada a su lado estaba una anciana negra, peinando su larga y gris cabellera.
Recuerdo que tomó mis manos entre las suyas y me dio la bendición. Se mantuvo íntegra y lúcida hasta el final. Cerró sus hermosos ojos y descansó.
La abuela nos dejó un legado perdurable de integridad, valor y constancia, apartándonos de los prejuicios del racismo y los preconceptos.
Una parte de ella murió y otra volvió a nacer esa noche en el puente. Esa parte renacida vive aún hoy. Es la estrella que brilla en todas las almas que le tendieron la mano durante aquella terrible tormenta sobre el Ñacanguazú.