Frente a la conmoción regional y mundial que generó el proceso eleccionario venezolano, los resultados a la vista y las consecuencias desde entonces hasta hoy, no cabe otra cosa más que la condena a una administración que perdió el poco rastro democrático que tenía.
La soberanía de los estados no está en discusión y mientras el desenvolvimiento sea dentro del marco democrático, única vía posible tras los tiempos oscuros que vivieron casi todos los países de la región, poco y nada deberían entrometerse los demás. Pero en Venezuela el marco se rompió hace varios años y hoy no cabe otra descripción más que régimen autoritario abroquelado por los poderes del Estado cooptados por los mismos de siempre.
La elección del pasado fin de semana era quizás una de las últimas oportunidades del Gobierno de tender un puente entre el pueblo y su retorno a la democracia. Pero con sus procedimientos, el Gobierno no hizo más que sepultar esa chance y sumió al país en un complejo contexto que precisa de la manifestación de la región.
Hace décadas que se emplea la palabra “dictadura” para reflejar el modelo venezolano que buscaba en los abroquelamientos una región continental industrial. Pero el modelo fue mutando hasta llegar a lo que es hoy, y la acusación que se utiliza desde hace décadas le cabe hoy por completo.
Tras el fallecimiento de Hugo Chávez, el país emprendió un camino peligroso que lo deposita hoy en el borde más peligroso del sistema de naciones. Hace ya casi diez años que el oficialismo no acepta los triunfos opositores y, en todo caso, mina el sistema y la administración para que nada fuera de su alcance funcione. En 2015, por ejemplo, hizo a un lado al Congreso e instaló una Asamblea Constituyente que abiertamente lo benefició.
Incluso poco después un referente opositor fue electo presidente de la misma Asamblea que, entonces, terminó siendo víctima de la descomposición a la que la sometió el oficialismo.
Hoy Venezuela exhibe una foto desoladora: sin poder legislativo ni libertad de prensa y con los demás organismos del Estado trabajando por la continuidad, el país cayó en un vacío institucional condenable por solidaridad.