Una mesa cubierta de libros, escritos y fotografías refleja la vida diaria de Ada Estela Sartori (88), una docente nacida en Campo Grande que se animó a explorar los peldaños de todas las instancias educativas: “primaria, secundaria, terciaria y universitaria”, como ella misma describe. El broche de oro fue la Maestría en cultura guaraní-jesuítica -en la Facultad de Arte y Diseño de la UNaM-, para la que investigó el comportamiento de la mujer mbya, particularmente en la aldea situada en El Chapá, en proximidades de Colonia Alberdi. Lo que la llevó a enfocarse en este tema fue el recuerdo que tenía de los aborígenes que trabajaban en la cosecha de yerba mate en la chacra de su padre, y ésta era como una manera de reivindicarlos.
“Nací en Campo Grande cuando aún éramos Territorio Nacional. Papá compró una chacra en 1924 y comenzó con la producción de yerba mate, que era el producto por excelencia. Nuestros padres -José Sartori Bonatto y Carolina Machado Netto- pusieron mucho ímpetu en que mi hermana Olga y yo nos educáramos -tuvieron un hermano: Rubén Ramón-. Mamá siempre decía: ¡qué lindo si ustedes fueran maestras! Era lo único que había, no era mucho más lo que nos ofrecía Misiones. Comencé la primaria en la Escuela 150 y, como nos quedaba a unos siete kilómetros, consideraron que era demasiado largo el trecho por recorrer, por lo que decidieron que fuéramos a otro lado: a mí a Corpus, y a Olga a Santa Ana”, manifestó.
Después vivió en Posadas por mucho tiempo y estudió magisterio en el colegio Santa María, en una época que se tenía mucha estima al docente. “Muchos se quejan de la vida de internado, pero ahí fui muy feliz porque encontré a muchas amigas que hasta hoy conservo, con las que todavía nos escribimos y nos llamamos por teléfono para darnos consejos. Crecí con una mente muy feliz, con el acompañamiento de mis padres y con la alegría de estar en un lugar donde me sentía cómoda”, comentó, al tiempo que evocó que “tengo una hermosa historia de vida que no me avergüenza, por el contrario, me reivindica ante la mirada de los otros”.
Fue la primera directora de Cultura de Oberá con el advenimiento de la democracia, durante la gestión de Mario Bárbaro. “Fue una experiencia maravillosa porque me integré muy bien con la comunidad. Organicé todo, aunque rompí un vehículo yendo, viniendo, poniendo, sacando. Fue algo muy bueno. El objetivo era conservar la cultura de Oberá y continuar trabajando con su historia. Estuve con la Fiesta del Inmigrante desde que se instaló en el Parque de las Naciones”.
A las religiosas de ese entonces “les debo un montonazo, hasta la manera en que se arregla una cama. Me enseñaron el amor a Dios, el amor al prójimo, la humildad, que tanta falta hace entre los hombres. Todas esas cosas me fueron llegando al alma y traté de poner en práctica, pero salís al mundo y tenés que mezclarte con otros pensamientos”, reflexionó. Pasados los años contrajo matrimonio con Raúl Venchiarutti, un abogado cordobés que llegó a la tierra colorada para desempeñarse en su profesión, y se radicaron en Oberá, “que no era el punto más querido por mí, pero fui y soy muy feliz también aquí. Acá conservo todos mis recuerdos hermosos, el matrimonio, la llegada de mis hijos: Rosanna, Leonardo y Carolina, sus triunfos y las grandes cosas que me dio la vida, y de las que muchas veces me pregunto si soy merecedora”.
Sueños de tiza
En lugar de las “Maestras Flor de Ceibo”, empezaron a ubicar a los maestros con título, y a Ada Sartori la mandaron a la Escuela 213 de Campo Grande. Quedaba en el paraje Las Yerbas, a unos 30 o 40 kilómetros de donde vivía con sus padres, de manera tal que “con mi hermana nos internábamos en una casita que nos daba la escuela y cada dos o tres meses volvíamos a casa o cuando papá tenía en condiciones su auto nos sacaba para que fuéramos a la ciudad”.
Volvió a sus pagos junto a Olga y desarrollaron una tarea interesante, que “considero muy rica espiritualmente porque coincidía con lo que pensaba, tuve buenas compañeras y estuve rodeada de buena gente. Lo que observaba del ámbito que me rodeaba era mucho trabajo, gente muy sacrificada, que abría sus chacras, que carpía, que plantaba, iba probando cosas que necesitaban y de las que no disponían en ese momento”.
Dijo que después llegó la Revolución Libertadora con sus consecuencias, pero “en mí no influyó porque tenía clarito lo que quería. Mi familia siempre estuvo muy unida y al margen”.
“Me gusta la gente, estar con ella, que me muestre sus pensamientos y yo les comparta los míos porque ayuda al crecimiento. Una sola palabra puede ayudarte a crecer”.
Como siempre sentía atracción por la lectura, “en el momentito que podía robarle a la vida, me sentaba a leer y me gustaban mucho las historias de vida de la gente. Siempre fui comunicativa, la gente me quería y yo sentía su cariño. Nunca tuve problemas de ir a la casa de un peón de mi padre, que plantó yerba e hizo todo lo que debía hacer el colono de aquel entonces”.
Cuando se casó con Venchiarutti continuó en la docencia y “tuve la suerte que me trasladaran a Oberá”, donde empezó a trabajar en la Escuela 304. Comenzó la universidad cuando su hija Carolina era pequeña, pero, aun así, se las ingeniaba para estudiar. “La ponía a mis espaldas, y el libro delante. Así fui estudiando y con buenas notas, me recibí primero de técnica ceramista, después de profesora de arte y más tarde, cuando falleció mi esposo, hice la maestría, que fue el broche de oro”, expresó para quien “el gran tropezón fueron las muertes de Raúl y de mis padres”.
Explicó que eligió el tema de las mujeres aborígenes porque en su infancia participó en la vida del guaraní. “Fue porque lo viví, no me lo contaron. Durante la investigación, indagué mucho en su historia y tiene muchas aristas”. Para graficar su cercanía, contó que su padre “tenía un secadero de yerba mate, y ellos eran los que hacían la cosecha. Tengo en mi memoria la imagen de ver pasar los camiones de papá y de otros yerbateros, de todos ellos en hileras, con las piernas abajo, sentados sobre la carrocería, llevando su ollita negra para hacer el reviro y sus hijos atados al cuerpo. Por eso los amo y siempre los tengo en mi pensamiento”.
“Para hacer el trabajo sobre las mujeres fui a entrevistarme con ellas. No lo terminé hasta ahora -solo para la maestría- porque siempre voy descubriendo cosas nuevas, ampliando”.
Añadió que “puedo decir que los conozco porque hablo con ellos. Muchas veces decía a papá, se van a caer de ahí, porque balanceaban sus piernas durante el viaje. Pasaban el día en los yerbales, los he visto. Llevaban unas botellitas con una especie de chupete, cargadas de agua dulce, que tomaban cuando les faltaba alimento”.
Eran peones de Don José Sartori Bonatto. Muchas veces estuvo con ellos “sentada en el suelo, conversando, cuando era jovencita y no tenía idea de todas estas cosas que ahora se entretejen. Mamá me decía no arrimes la cabeza porque te vas a llenar de piojos. Estuve con ellos, pero no indagué en su vida porque era chica y para mí era natural, jugaba con algunas indiecitas que eran hijas de los peones. Eran muy tímidas, pero al jugar no lo demostraban”.
Sostuvo que esa cercanía “me dejó una huella muy profunda porque pude entender como una especie de desprecio, una disminución que el blanco le daba al otro. Sentí eso y me pareció muy triste porque al compartir los juegos, al verlos cocinar en los yerbales, eran míos también, eran mis conciudadanos, mis amigos. Me duele escuchar, que al preguntar ¿quiénes son esos? -una pregunta que Ada realiza con frecuencia- la gente me contesta son los indios. ¿Qué indios?, les insisto. Entiendo que no hay ganas de aprender que son los mbya y que nosotros de algún modo somos sus descendientes. Diría que en los planes de estudio se debería introducir una pequeña parte de esa historia, porque es la nuestra”.
Narró que cuando fue hasta El Chapá, fue bien recibida por la comunidad. “Tuvimos varias conversaciones con las mujeres, que me contaban lo que podían. Todavía había una mujer con el pecho descubierto y le dije que le iba a hacer un corpiño de lentejuelas, a lo que accedió encantada. Me mintió muchas veces el nombre, a pesar de haberlas visitado en varias oportunidades”.
“Fui feliz con la docencia, fue todo divino. Me quedo con mis niñitos de primer grado de aquel monte donde empecé a trabajar. Para mí todo estuvo en su lugar y, si no estuvo, no me di cuenta. No puedo pedirle más a la vida”.
En ese tiempo todavía acudían muy poco a los hospitales. Pero en estos momentos interactúan bien con los médicos. “Ahora las mujeres aceptan ir a los hospitales, pero son acompañadas por toda su familia lo que, muchas veces, causa disgusto. La medicina ahora es compartida y es bien aceptada la mayoría de las veces. Es como la religión, algunos pocos no la aceptan”, subrayó quien ahora se dedica a estudiar sobre los indios Cainguás y la historia del cacique Bonifacio Maidana.
A entender de Sartori, el rol de la mujer “está muy alto, está en paridad con el hombre, hay mujeres caciques que trabajan muy bien, en algunas oportunidades, mejor de los hombres. Se dedican a las cuestiones de peticionar a las autoridades, hacen reuniones, se mezclan con las blancas e intercambian, interactúan. En la vieja escuela no existían mujeres cacique”.
Aprendió de ellos, que toman mate en cuclillas, al lado del fuego, porque estiman que siempre al lado del fuego, están las ánimas y en ese momento se conectan. Desde esa niñez de Ada en Campo Grande, a la visita a las aldeas, “veo que cambió bastante su vida, hasta en la instrucción que reciben, por ejemplo, de Caraí Antonio, que es el maestro de El Chapá”.
Durante 30 años fue parte de la Junta de Estudios Históricos de Oberá, que “se creó para mantener viva la historia de la ciudad”. Allí trabajó junto a Teresa Passalacqua, Hugo Amable, Aldo Gil Navarro y Julio Boher, con quienes “aprendí mucho. Me gratificó mucho ser parte, significó ponerme en contacto con mucha gente y que me contaran sus cosas queridas, deseos, aspiraciones, cosas que pasaron y desconocía”, afirmó.
Además del trabajo de la maestría, Ada Sartori realizó un trabajo sobre “la Capital del Guardapolvo Blanco”, sobre la Catedral San Antonio y uno sobre sus vivencias que se denomina “Mi vida, mis sueños”, que aún no fue publicado. También hace tiempo para las poesías, “que nacieron de mi tristeza” y son dedicadas particularmente a Dios. Fue clave en la creación del escudo municipal en 1968. Al cumplirse 40 años de la fundación, el intendente Eduardo Mandar convocó a un concurso público para la confección del símbolo oficial de Oberá. El profesor Alberto Musso, recreó el escudo al tomar elementos de los seleccionados.
Un noviazgo largo
“Conocí primero al Dr. Pereyra Granados, que era amigo de mi familia, y fue quien me presentó a Raúl Venchiarutti, un joven abogado que venía de Córdoba. Enseguida nació el romance. Iba a visitarme a mi casa paterna, en Campo Grande, y se hizo largo el noviazgo. Mamá me dijo: hija ¿hasta cuándo este hombre va a venir a visitarte? Ya es hora que pida tu mano. A lo que mi papá asintió, sí, ya es hora. Me agarró mucha vergüenza, pero tuve que cumplir con el mandato y decirle: tenés que pedir mi mano porque, de lo contrario, no podés venir más a casa. Y nos casamos pronto”, recordó entre risas.
Aseguró que de su esposo “aprendí muchas cosas porque era más instruido en otros aspectos. Puso en mi alma el amor a Dios, era muy solidario y me regaló tres hijos”.
Vueltas por el mundo
Como decana de la Facultad de Artes y a través de una invitación que le formuló Zenona Arciuch, “mi gran amiga, pude disfrutar de un hermoso viaje a Rusia. Estuvimos alojados en la Universidad Estatal de Moscú. También estuve en la India, pudiendo hacer el contrastar con Dubai. Fui a Polonia y varias veces a Roma, donde pude ingresar al Coliseo. Hice muchísimos viajes, siempre en busca de la cultura, donde hubiera algo que aprender”.