Por: Paula Guadalupe Merlo (*)
“Cuando ocurre la sanación la percibimos como una ofrenda…Ocurre cuando fuerzas más poderosas intervienen desde afuera”
Bert Hellinger
Esa mañana, la hora del desayuno se hizo más larga de lo normal. La familia completa rodeaba la mesa, unas bandejas de medialunas caseras y las tazas de té que nunca se habían sacado a la luz. Las tazas de porcelana de la abuela eran solo para ocasiones importantes, así decían, y esta era una de ellas. La única hermana que le quedaba, vivía en Neuquén y casi nunca podían juntarse, pero estuvo ese día y algunos días antes como para compartir más tiempo con Ana.
Los nietos corrían alrededor jugando a las escondidas envueltos en risas y sudor, todo se mezclaba con las conversaciones de los adultos que intentaban ocultar sus rostros de preocupación. La tía Ángela había traído unas tartas de frutas que todos disputaban un trozo y entre la crema que se caía en el piso, el ambiente familiar se iba llenando de olor a felicidad, ¡qué bien se sentía!
La puerta se abrió y un joven muchacho dejó caer su bolso, cansado, sobre el piso espejado. Todos saltaron de alegría y se dispusieron a saludar al viajero. El hijo de Ana llegaba de Europa luego de permanecer casi cinco años logrando su doctorado en historia antigua. Había cambiado un poco, hasta su manera de vestir era diferente, no son muchos cinco años, pero para una madre es toda una eternidad.
El abrazo fue inevitable, rápido e intenso. Sus cuerpos se fundieron al ritmo de dos corazones al borde de salirse del pecho. Las lágrimas de ambos formaron un mar de emociones que hace tiempo venían contenidas y atenuadas por la rutina. No necesitaron palabras, las caricias hablaron por sí mismas.
Los demás familiares esperaron un momento antes de comenzar a saludar, ahora sí, la familia estaba completa, solo faltaba la Vivi que había partido al cielo hace un par de años dejando como herencia sus innumerables tejidos a crochet que adornaban cada espacio de la casa. No era una celebración como cualquier otra, no se festejaba nada, pero era una oportunidad para encontrarse y compartir.
Ana, la hija menor de Aldo y Cristina, llevaba en su cuerpo un recuerdo doloroso que había heredado de su bisabuela. Un recuerdo que pasó de generación en generación sin ser descubierto hasta que un día se hizo visible en ella. Comenzó como una molestia debajo del brazo cerca del pecho y se convirtió en su más grande desvelo.
Se había preguntado una y mil veces por qué ella, qué había hecho mal, si era un castigo divino…, torturándose día y noche. Todos esos meses no fueron fáciles para ella y para los que la rodeaban. Buscaron ayuda médica y comenzaron los procedimientos. Algunas veces eran dolorosos y otras, casi ni los notaba. Ese molesto habitante parecía no querer irse del cuerpo de Anita.
Una tarde en la que salió a caminar por la costanera, conoció a un grupo de personas que organizaban encuentros para mujeres que necesitaban ser escuchadas. Al principio le pareció algo extraño, hablaban de sanación, de árbol genealógico y hasta de memorias celulares, algo que nunca había escuchado.
Sin embargo, la curiosidad la llevó a participar. Pudo conversar con mujeres que estaban pasando momentos difíciles tanto como ella. Y fue así que entre risas y algunas lágrimas la conversación se volvió liberadora.
Allí pudo comprender que si en ella se había despertado ese “habitante de su cuerpo” (como lo había llamado) era porque realmente estaba preparada para verlo y así redimir a sus ancestros.
Pudo entender que era una oportunidad y no un castigo y se abrazó a ese dolor tan fuerte que lo convirtió en fortaleza.
Un día antes de entrar al quirófano, Ana compartía un desayuno con sus seres queridos. Nadie sabía si esa mañana iba a ser la última, la última sonrisa, el último té, la última caricia. Como había pasado con Vivi, que no tuvo tiempo de despedirse, ni de un desayuno abrazada a sus hijos.
Ana decidió que su vida era única y que debía celebrarla aún en la incertidumbre de no volver a ella. Cuando sus familiares recibieron la invitación, algunos se rehusaron a verlo como una celebración. Otros lloraron. Y quien estaba lejos hizo lo imposible para estar presente, no faltó nadie a esa mesa.
Ana salió gloriosa de esa cirugía en la que quitaron por completo ese recuerdo doloroso que se trasformó en un cáncer. Una parte de su cuerpo había desaparecido, ya no podía lucir sus curvas en verano en Mar del Plata, pero eso no la preocupaba.
Estaba viva. Pero se sentía viva no solo por haber salido victoriosa del quirófano, Ana se sentía amada y acompañada de sus seres queridos. Se había rodeado del amor de la familia, de las risas, de los abrazos. Se sentía acompañada. Tal vez fue una oportunidad para que se volvieran a encontrar de nuevo sin excusas, sabiendo que tal vez mañana ya iba a ser muy tarde.
Una cicatriz quedó en el lado izquierdo de su pecho, el lado que conecta con su madre. Y buscarla en ese espacio vacío la llevó a encontrar respuestas a muchas cosas que no entendía de niña. Ahora era el momento de mirar esa cicatriz con amor, así como hoy la miran sus seres queridos.
Ana ya dejó de buscar algo que nunca llegó. Ana se abrazó al inmenso amor que la vida le ofrece para que su victoria se vuelva testimonio de muchas mujeres que tienen miedo de dejar ir esos recuerdos dolorosos que se llevan una parte de tu cuerpo.
MARACUYÁ
(*) Mención en el Certamen: “La Letra Rosa”