El tango desde sus comienzos no fue ni más ni menos machista que cualquier otra expresión humana en la que debiera exponerse la relación hombre-mujer: una visión socio-cultural exclusivamente masculina por el sencillo hecho de que lo femenino no era reconocido pues se lo consideraba inferior y sustituible sin mayores cuestionamientos.
Por estas riberas del Plata las cosas fueron más graves, pues encima de haber descendido de los barcos una masa varonil en celo mayoritariamente latina, no abundaban las damas. Y así fue como, de manera natural, como baile que crece en las orillas, el tango se inició entre hombres. Porque fuera de parir, cocinar y criar mocosos, todo era cosa de hombres.
La imagen erótica de la pareja enhebrando pantorrillas, caderas y entrepiernas es posterior y no logra establecer nunca una paridad corporal: siempre es el hombre el que lleva a la mujer, si hasta con un solo dedo en la cintura la hace mover a su voluntad.
Macho probado
Los virulentos defensores del tango macho niegan que fuera cierto que los hombres bailaron tango entre hombres en el inicio de tan magna tradición: cuando bailaban dos varones juntos sólo era para pasarse pasos difíciles, por “sencillas razones pedagógicas” y nada más.
Aunque Evaristo Carriego en su poema “El alma de suburbio” ya nos cuenta en 1906 cómo “al compás de un tango que es La Morocha / lucen ágiles cortes dos orilleros”.
A esta altura del gran deschave nacional, es innegable: abundan pruebas testimoniales y fotografías de compadritos bailando juntos en esquinas, corralones y potreros.
La carne es débil y el corazón a veces afloja, y tal vez entre tanto roce de muslos y rodillas varoniles nació el famoso tango “El choclo”.
Ellas no bailan solas
La condición laboral de las mujeres en el Río de la Plata a principios del siglo XX, como ya observamos, no era muy diferente a la de todo el resto del mundo: ama de casa, monja o trabajadora sexual, teniendo en cuenta que las fábricas de la revolución industrial tardarían un poco más en llegar por aquí.
Es obvio entonces que el tango recalaría en el prostíbulo y el cabaret.
El registro visual de las chicas bailando entre ellas es generoso. Desde antes de 1910 existen postales fotográficas o pintadas a mano donde subyugantes y compenetradas danzarinas de tango expresan cuán felices y excitadas se encuentran.
Y he aquí la diferencia fundamental: para ellos existen “excusas” y para ellas no.
Los historiadores corrieron de inmediato a demostrar que los muchachos que bailaban juntos lo hacían exclusivamente como autoaprendizaje para la posterior conquista de minas, prohibido hablar de “homotango”.
El caso de las chicas fue diferente: ellas bailaban juntas porque “les gustaba” y ningún teórico del tango se ocupó del tema.
El tango sáfico fue siempre admitido como un show de precaIentamiento para los clientes en las pistas de burdeles y milongas.
Sin embargo, teniendo en cuenta la profunda ausencia de conocimiento y respeto por el espíritu y el cuerpo femenino que el hombre siempre exhibió, no es de extrañar que las más famosas cupleteras de Latinoamérica, desde México a Buenos Aires, cuando se apagaban las luces del cabaret, autoafirmaran su feminidad bailando un tangazo con su compañera de amores…
(Fragmentos de un artículo de Carlos Piegari publicado en la revista EDICIÓN de PRIMERA EDICIÓN el 16 de septiembre de 2001)