Mediodía de domingo. Un sobrino y un tío discuten sobre la vida mientras esperan que el carbón se termine de convertir en brasa. El primero describe sus planes a largo plazo, su portfolio de inversiones, como va haciendo para que su plata no pierda valor, para ponerla a laburar.
El segundo le remarca su juventud, que es padre, que tiene trabajo y la suerte de que los viejos lo ayudaron a construir su casa. Con tener un canuto para alguna una emergencia alcanza.
“Dejate que joder y disfrutá, usala para viajar, que el tiempo vuela” es la sabiduría ofrecida por el hombre con experiencia a la nueva generación. Pero el joven no termina de conmoverse por el prospecto de un disco rígido lleno de fotos felices.
Podría cambiar el auto antes que este pierda demasiado valor, comprar una casa más grande, tener más guita y así estar más tranquilo. Para vivir bien hay que tener plata, concluye el sobrino.
Para qué te sirve tener plata si no tenés tiempo para vivir bien, retruca el tío. Alguien reclama desde la otra punta del quincho cuánto falta para comer. El asador pide que le pasen la bandeja de choris, y la discusión queda ahí.
“El tiempo es dinero”, reza la máxima atribuida al prócer estadounidense Benjamin Franklin, cuyo retrato apropiadamente ilustra el billete de cien dólares. Nosotros lo sabemos mejor que la mayoría, conviviendo durante largos tramos de nuestra vida con alta inflación, que básicamente significa que mientras más tiempo pasa la plata que tenés en el bolsillo vale menos.
Porque pierde valor, porque te falta, porque querés tener más. El dinero es, aunque no lo queramos, por más que pretendamos que es de mal gusto, el tema de la época. También lo es de la última novela del escritor argentino Hernán Díaz, publicada el año pasado por Anagrama con el título Fortuna, ganadora del prestigioso premio Pulitzer y, prontamente, una miniserie producida por HBO.
Escrita originalmente en inglés por Díaz, quien nació en Argentina, pero vivió la mayoría de su vida entre Suecia, Inglaterra y Estados Unidos, Fortuna en realidad se llama Trust, usufructuando con la polisemia del término anglosajón que significa en el común “confianza”, pero también nombra lo que en español sería un fideicomiso.
Este doble filo de las palabras se repite a lo largo del texto: la primera sección se llama “Bonds”, que son bonos pero también lazos; la última es “Futures”, tanto una herramienta financiera como el paso del tiempo que nos reclamará eventualmente a todos.
El libro entero se presenta como un juego, un rompecabezas compuesto por cuatro partes: una novela que ficcionaliza la vida de un titán financiero de Wall Street de comienzos de siglo XX, el manuscrito de la autobiografía de ese mismo financista llamado Andrew Bevel, un ensayo por la secretaria devenida en escritora que hizo de ghostwriter de la biografía y, finalmente, el diario íntimo de la esposa de Bevel, Mildred.
Este juego metatextual, además de ser una pirueta literaria, pone al lector en el rol de un detective que goza al ir haciendo encajar las piezas que Díaz va desperdigando en el camino. La intertextualidad al interior de la novela también suma al efecto verosímil de un relato ficticio contado contra el trasfondo de la historia real.
Más de una vez sentí el impulso de buscar a Bevel en Wikipedia, como si fuese un personaje histórico que realmente incidió en la crisis financiera del ‘29.
La estructura polifónica del libro permite que diferentes voces relaten el mismo hecho o diserten sobre el mismo tema, superponiendo y contradiciéndose de manera oblicua y fragmentaria. En un extremo está Bevel, que no puede sino justificar su riqueza obscena frente al creciente saldo humano de la Gran Depresión, e incluso atribuirle a su ambición ser la herramienta mediante la cual la grandeza de la nación es realizada.
En el otro, encontramos el padre anarquista de Ida Partenza, la secretaria del financista, un inmigrante italiano que escapó hacía Brooklyn perseguido por su actividad política, que se niega a poner un pie en la pérfida catedral del capital que es Manhattan, y nos habla a través de la pluma de su hija.
En el centro de su discusión discontinua se encuentra el dinero. Cómo se acumula, cómo se multiplica, qué tan moral es la existencia de una fortuna de tales dimensiones en una sociedad donde la mayoría sufre carencias.
Su verdadero origen se revela enmascarado en grandes relatos, ocultándose su prosapia hereditaria detrás de una mitología del mérito y el genio financiero, disimulando entrelíneas la violencia necesaria para su acumulación originaria en los campos de tabaco cultivados por mano de obra esclava.
Curiosamente, en lo que coinciden tanto el financista de Wall Street como el imprentero anarquista, quien a pesar de no comulgar con su obra cita a Marx de memoria, es en su fascinación con la naturaleza del dinero. Fascinación como la que provoca Dios, omnipotente e inabarcable.
“El dinero es todas las cosas (o puede llegar a serlo)”, recita el señor Partenza parafraseando al autor de El Capital. Es como la mítica piedra filosofal, continua, una fuente de poder cuya potencia mana de las infinitas posibilidades que contiene.
Una sola llave que abre todas las puertas que existen y existirán. Cuando el medio es tan potente, es lógico que se comience a confundir con los fines. Si todo lo que necesitás o deseás puede ser adquirido con plata, entonces esta se vuelve lo único que importa.
En boca de Bevel, el dinero es una fuerza natural, un organismo vivo. Domarlo dota al hombre de la capacidad hasta de controlar el reloj. Así lo insinúa al explicar la operación bursátil conocida como vender en corto, la cual el financista describe como “doblar al tiempo sobre sí mismo”, “el pasado haciéndose presente en el futuro”.
El dinero fascina, pero producto del poder que irradia, también atemoriza. Hacia el final del libro, Ida Partenza, quien se ve obnubilada por el mundo de lujos que observa gracias a su nueva posición como empleada de Bevel, comienza a tomar dimensión de lo que significaría ponerse en contra a alguien con tanta plata. “Tal es la extensión de su poder. Su fortuna tuerce la realidad a su alrededor”, describe.
La riqueza de Bevel comanda su propia “fuerza de gravedad”, distorsionando hasta nuestra percepción de la realidad. Ese tramo de la novela lo leí como si fuese una de Stephen King, una de horror.
Me aterra la idea de quedar a la merced de alguien rico, alguien con suficiente odio y guita para sepultar mi vida bajo una avalancha de abogados, tráfico de influencias, sobornos. Me tiemblan las manos de solo escribirlo. Como ver a tu familia destruida por un pendejo borracho cuyo padre resuelve el “problema” echándole plata encima. Ojalá nunca esté cerca de tanto dinero y poder, que ese fulgor cual ojo de Sauron no me ilumine e incinere.
Aun así, por más que intentemos escapar, el dinero influye en nuestras vidas tal como la fuerza de gravedad descrita por Partenza, como la Luna tracciona invisible a la marea. La vida, si le creemos a Andrew Bevel, se reduce a una serie de transacciones.
“Cada uno de nuestros actos está regido por las leyes de la economía”, afirma satisfecho. “Cada vez que encontramos una manera de minimizar nuestro esfuerzo e incrementar nuestra ganancia estamos haciendo un negocio, incluso si es con nosotros mismos […] la verdad es que nuestra existencia gira en torno a la ganancia”.
“La mayoría de nosotros”, continúa el financista en su autobiografía, “prefiere creer que somos sujetos activos de nuestras victorias, pero solo objetos pasivos de nuestras derrotas”. Pero esto no es cierto, afirma. Cada uno se hace a sí mismo (en su caso, con la ayuda de una fortuna heredada), cada uno es responsable de su propio destino.
Esa cosmovisión, puesta por Díaz en la boca de un multimillonario de Wall Street, suena parecida al sentido común que parece haberse impuesto en la Argentina contemporánea, presente en los quinchos, las canchas, la calle. Como escribe Hernán Vanoli, “la transaccionalidad parece ser el valor imperante en la sociedad”.
“En un mundo donde el tiempo está acelerado pero el progreso social y económico sigue siendo un deseo organizador de las subjetividades sociales, la libertad es, cada vez más, libertad de transacción”.
El desarrollo de la tecnología ha ayudado bastante en esta evangelización. Hará cosa de diez años, tras escuchar a un amigo alardear lo bien que le había ido poniendo sus ahorros en acciones de YPF, averigüé para abrir una cuenta comitente y resultó ser tan engorroso que desistí de hacerlo. Hoy, comprar y vender acciones (o sus equivalentes) es literalmente tan fácil como pedir una pizza con una app.
Igual de instrumental a este clima de época ha sido una tecnología mucho más antigua, pero no por eso menos efectiva: los libros, en este caso, de coaching, finanzas y autoayuda en general. Hace poco escuché el episodio del podcast If Book Could Kill dedicado al best-seller Padre Rico, Padre Pobre.
Como es costumbre para este tipo de gurúes de la riqueza, su autor Robert Kiyosaki solo se hizo millonario gracias al éxito de su libro, lo que permite poner en tela de juicio qué tan buenos sean consejos basados en una inexistente vida de riqueza previa.
Es incluso cuestionable la veracidad de las historias contadas sobre sus dos titulares padres. Similar a un esquema ponzi, la plata de su fortuna proviene de los incautos que eligen creer una imagen del éxito de cartón, que no soporta el mínimo grado de escepticismo.
Pasando en limpio, debajo de las verdades de perogrullo y las máximas de señalador, los consejos concretos de Kiyosaki son que nadie se volvió rico ahorrando ni pagando impuestos, por lo que recomienda empezar negocios “apalancados” con préstamos contra propiedades e incurrir en lo que llama con licencia poética “tácticas de protección financiera” frente a las agencias de recaudación impositiva.
Consejos que bien podrían hacerte más rico si ya lo sos, pero son poco prácticos para una generación que no hereda ni un monoambiente, porque lo que construyeron los abuelos ya se lo comieron los padres. Nosotros nos enteramos que el carry trade viene bien leyendo el diario, y si es noticia es justamente porque ya te quedaste afuera de la fiesta. De todos modos, nunca te hubiera alcanzado para pagar la entrada.
Que quienes están ganando celebren las reglas del juego como justas y ecuánimes es esperable, el truco es lograr que también lo hagan quienes van perdiendo. No es tan difícil como parece, si después de todo, ¿quién quiere reconocerse el perdedor en un juego que no tiene posibilidad de cambiar? Lo que desde el análisis sociohistórico prueba ser una hipótesis sólida y contrastable, resulta un callejón sin salida en términos políticos.
El mundo es injusto y vos no tenés la culpa de tus miserias, se afirma. ¿Y entonces qué hago? La respuesta: votame y esperá y, para los más intensos, militame. Es decir, sacrificá tu tiempo por una causa. Pero cambiar el sistema es un objetivo más abstracto y lejano que rebuscársela para hacer unos mangos extra y llegar mejor a fin de mes.
Así que nos contamos historias a nosotros mismos, que nos tienen como protagonistas de una épica de un éxito que siempre está por llegar. Si Galperin construyó su imperio desde un garaje tan mítico como inexistente, si el amigo del primo de tu amigo la pegó comprando cripto en 2009, ¿por qué no podrías ser vos el próximo que mire al resto del mundo desde la cima de un penthouse?
El dinero mismo, además de serlo potencialmente todo, o justamente por eso, es una ficción. La creencia compartida con la que zurcimos nuestras historias personales. Así lo entienden el padre anarquista de Fortuna, quien lo describe como “una ilusión que todos hemos acordado mantener”. Un billete es un abstracto que representa bienes concretos. Todos los bienes, en suficiente cantidad.
Con ese “presupuesto ilimitado” es que se financia la “ficción de la realidad” y los “ejércitos” que hacen valer la ficción de la Historia, así con mayúscula. Y si el dinero es una ficción, entonces el capital financiero es “la ficción de la ficción”.
Los financistas como narradores que tejen historias que hacen creíbles sus promesas de crecimiento infinito y retornos astronómicos. Tan potentes son sus relatos, tanto han sido amplificados por las instituciones y la producción cultural, que se derraman (ahora sí) desde las altas torres vidriadas de la City hacia los bajos, informando como piensan su propia vida aquellos que la luchan para sacar la cabeza fuera del agua.
Intentando comprender el segundo triunfo electoral de Donald Trump en las recientes elecciones presidenciales, el comediante Jon Stewart entrevistó a la periodista y autora Sarah Smarsh. Apelando a su investigación y su propio pasado como primera generación universitaria proveniente de una familia pobre rural, Smarsh señala que el establishment político y cultural estadounidense perdió el pulso de la clase trabajadora desde los años de Reagan al abrazar de manera acrítica la lógica del capital financiero.
El neoliberalismo no era la lógica de uno u otro partido, era la de todo el sistema. Tu trabajo no importa, parecía ser el mensaje suspirado entre líneas hacia los caídos de la industria pesada relocalizada a China y el campo mecanizado. “¿Pero por qué votan al partido republicano cuando objetivamente las políticas demócratas los benefician más?”, repregunta Stewart. “Porque ellos reconocen su dolor”, responde la periodista.
El dolor de la clase trabajadora pobre que, al igual que acá, descubre que, aunque labure todo el día no le alcanza para vivir y debe recurrir a ayudas estatales (allá se llaman food stamps) o a endeudarse con tarjetas de crédito para comprar comida. Los viejos que se ven arrinconados a buscar un “trabajo de jubilación” manejando un Uber o embolsando las compras de los demás en Wallmart por unos cuantos cientos de dólares por mes, cuando deberían estar disfrutando de los nietos. Mientras tanto, quien ponga cien palos verdes en bonos del Tesoro gana medio millón de dólares en el mismo lapso sin tener que levantarse de la cama.
El tiempo es dinero, sí, pero el tiempo de todos no vale lo mismo.
(*) Artículo publicado en www.panamarevista.com