Por
Ariel Kusiak
-“Una sonrisa es la línea curva que lo endereza todo”- Phyllis Diller.
Generalmente, al escucharla, uno se quedaba con la boca abierta, como aquella vez que, hablando sobre las afecciones hereditarias, le confesé: -Mi padre tuvo cáncer de vejiga-. Ella, sin titubear, respondió:
-¡Territorio!-. Arqueé las cejas y abrí los ojos lo más que pude, invitándola a continuar.
Cuando desarrolló su idea, me explicó que era más que obvio: los animales marcan su territorio a través de la orina, y las afecciones relacionadas con los riñones o la vejiga están estrechamente ligadas a las emociones que vulneran nuestro espacio vital. Bebí un sorbo de agua, enjuagando mi garganta, que ya se sentía muy seca. Aproveché esos segundos antes de que ella siguiera para evacuar algunas dudas. Entonces pregunté:
-¿Y a qué se deben los dolores en los huesos?-.
Con un vaivén de cabeza, sonrió y dijo: -¡Estructura!-. Lo expresó como si yo fuera la única persona en el mundo que no lo supiera. Al explayarse, entendí que las dolencias en los huesos derivan de la ansiedad por sentirse imprescindible, y parte fundamental de cualquier estructura, ya sea laboral o familiar. No solo en el sistema óseo podía manifestarse esta emoción, sino también en las piezas dentales.
Era más que evidente; lo comprendí a la perfección. Incluso agregué: -¡Todos somos prescindibles!-. Ella hizo un gesto tierno de aprobación y continuó:
-Puede que canalicemos esa emoción, que luego se traduce en dolores óseos, al creer que somos insustituibles, cuando en verdad el mundo sigue y todo continúa sin nosotros. Hay que transformar esa idea en un cierto desinterés o, simplemente, aprender a delegar y aceptar que los demás componentes de la estructura pueden sostenerla en nuestra ausencia-.
La escuchaba con total concentración en la comodidad del sillón reclinable. Cuando dejó de hablar, un breve silencio nos envolvió. Con la rapidez suficiente para que ella no se desconcentrara, volví a beber otro sorbo de agua y comencé a contarle cuán proclives eran mis familiares a las afecciones intestinales y que, en mi opinión, podría heredar algunas de esas dolencias. Ella, como dirigiéndose a un alumno, preguntó: -¿Y qué se almacena en los intestinos?-.
Demoré unos segundos en responder, temeroso de equivocarme, y titubeando, contesté: -¿Desechos?-.
-¡Exacto!-, respondió enérgica.
Aún seguía sin comprender del todo, pero era inevitable que guardara silencio; no había manera de que pudiera hablar para una posible réplica. Ella prosiguió con su tarea y, muy sonriente, exclamó: -¡Mierda!-. Confieso que me sonrojé al oír su afirmación, pero luego lo aclaró:
-Todas nuestras vivencias, nuestras experiencias de vida, están vinculadas a nuestras expectativas. Muchos creemos que todo lo que nos pasa es negativo e injusto, que todo es excremento. De allí que las afecciones intestinales derivan de esas emociones-.
Mientras ella continuaba ilustrándome, mis pensamientos vagaban entre sus palabras. La búsqueda de la perfección en la vida, similar a un plato elaborado a la medida del comensal, podía convertirse en una carga. Decidí compartir mi reflexión:
-Es curioso cómo lo ideal puede llevarnos a frustraciones-.
Ella asintió, sonriendo. -Exactamente. Aspiramos a ese ideal, pero olvidamos que la perfección es una ilusión. Nuestras vidas deben ser equilibradas, al igual que los ingredientes que se añaden al cocinar-.
Comprendí que mis dolencias eran un reflejo de expectativas desmedidas; la preocupación por ser indispensable estaba afectando mi bienestar. La conversación se tornó profunda, y ella me habló de soltar las expectativas irreales para encontrar paz en lo cotidiano. Finalmente, pregunté:
-¿Cómo encontramos ese equilibrio?-.
Con voz suave, respondió: -Aceptando que, aunque deseemos un plato perfecto, la vida está hecha de sabores variados. Disfrutar de lo que tenemos en lugar de anhelar lo que nos falta es el camino hacia la satisfacción-.
Al escucharla, sentí que un peso se levantaba de mis hombros. Comprendí que la verdadera felicidad se encuentra en la aceptación de nuestras imperfecciones y que, al final, la vida puede ser realmente “A pedir de boca”. Ella continuó trabajando, ultimando los detalles, y me acercó un espejo para que me viera. Sonreí y asentí en señal de aprobación; su trabajo había sido admirable y, por fin, volvía a sonreír con plenitud.
No hay nada mejor que una buena dosis de terapia para recuperar la sonrisa. A propósito de esto, el viernes, 4 de octubre, coincidiendo con el “Día Mundial de la Sonrisa”, tengo otra “sesión” con mi odontóloga. Espero tener tiempo para indagar sobre otras cuestiones en su diván.