Allá por 2006, la joven egresada de la Escuela Normal Superior de Posadas, cursaba la carrera en la Universidad de Buenos Aires (UBA) cuando con sus amigas posadeñas, Victoria Ponce y Gabriela Galfrascoli, decidieron veranear en la incipiente Playa del Carmen, con la posibilidad de quedarse a trabajar en algún pub de la zona durante la temporada. Los planes marchaban como habían planificado, hasta que María Eugenia se enamoró perdidamente de uno de los dueños del comercio, el economista francés Mickael Piffard Besnard. Se inició el noviazgo, pero la misionera debía regresar a Buenos Aires para continuar sus estudios por lo que durante un año el amor transcurrió a distancia. Como la relación se iba tornando sólida y para estar más cerca de su novia, Mickael desembarcó en la capital argentina en busca de trabajo, algo difícil de hallar en ese momento. Entonces surgió la idea que María Eugenia hiciera un intercambio universitario en París.
“México me parecía lindo para vacacionar, pero no para vivir, por lo que Mickael vendió el bar y me inscribí en La Sorbona (Universidad francesa). Todo esto fue muy rápido, con el agravante que tenía a mi familia en contra de esta decisión”, recordó la profesional, de visita en casa de sus padres, Pablo “Chango” Cáceres y Ana María “Marichu” Larumbe.
“A los que están en la escuela, les aconsejo que estudien porque hubiese sido más fácil rendir el ingreso a la UBA y a La Sorbona, si no le daba importancia solamente a la Estudiantina. Les digo que las oportunidades no aparecen, hay que buscarlas. No hay pretender querer más el objeto (iphone, computadora) sino ambicionar a querer ser algo más de lo que soy ahora. Cuando estas oportunidades se presentan, hay que correr el riesgo, meterle ficha, con las energías que uno puede, con la cabeza lo más fría posible”.
La protagonista de esta historia admitió que, si bien estaba muy enamorada, el objetivo era también profesional porque estudiaba mucho al francés (Jacques Marie Émile) Lacan, “que siempre me interesó. Entonces, hacer un intercambio universitario en La Sorbona me parecía un proyecto espectacular”. Más allá de ser precavida, María Eugenia aseguró que “tuve mucha suerte” ya que el día que concurrió al Consulado Francés para tramitar la visa “estaba presente el cónsul, que, tras escucharme hablar con la persona de ventanilla, me invitó a pasar y pidió que le explicara mi historia. Atiné a decirle que quería irme de manera inmediata, que disponía de ahorros y que, como mi novio era de Versalles, teníamos alojamiento. Tras escucharme, dijo: ‘Mañana vení a buscar tu visa’. Cuando la tuve en las manos, me compré el pasaje y una semana después me estaba yendo”, rememoró.
Armó las valijas y recién unos días antes de abordar el vuelo, llamó a casa de sus padres “para que no tuvieran tiempo de impedirme, pero, a coro me decían: ‘Estás re loca’, ‘es un fracaso’. Tengo el recuerdo de estar en el aeropuerto haciendo el check-in con el teléfono en mano y papá que insistía: ‘No te vayas’, ‘es una locura’, a lo que mis hermanas (Gabriela, Ana, Guadalupe y Victoria) acotaban: ‘Terminá tu carrera, después te vas’. Pero algo interior me decía: ¡es ahora!, ¡me tengo que ir ahora! Me subí al avión y me fui”, sintetizó.
Tenía tres meses para aprender a hablar francés a la perfección porque el criterio para ingresar a la universidad era hablar la lengua. “Las clases que tomé en la Alianza Francesa de Buenos Aires fueron de gran ayuda. Lo logré y pude inscribirme a tiempo. Rendí exámenes de ingreso, los aprobé e ingresé en La Sorbona”, dijo.
Empezó con los trámites del intercambio, “pero el programa era desconocido para la UBA, entonces me costó muchísimo porque todos pedían documentación. La Sorbona solicitaba varias constancias que la UBA no otorgaba y ésta casa de estudios, para que pudiera revalidar las materias que rendía en Francia, me pedía otros tantos. Tuve que ir negociando, eso se fue aprobando, fui manejando de a poco. Me costó muchísimo, casi tanto como poder estudiar psicología en un idioma que yo no entendía. Además, La Sorbona está entre las primeras veinte universidades del mundo, por lo que tiene un nivel muy alto”, declaró.
“Como todo padre de una hija de 22 años, papá me decía: ‘Esto es un amor de verano, se te va a terminar en cualquier momento’. Hoy lo entiendo, pero tuve suerte y me salió bien, aunque fue una locura. Se desató una crisis familiar terrible, hasta que mamá me animó: ¡Estás tan segura, que te apoyo’. Si lo tuviera que volverlo a hacer, lo haría, porque cuando hay oportunidades hay que tirarse a la pileta y nadar”.
Formada en la Escuela de Colette Soler y en la Escuela de Gérard Miller -discípulos de Lacan-, indicó que “puede ser irrelevante, pero para mí significaba mucho rendir mi primer examen, para el que debía ingresar a una sala enorme, hermosa, solo con una birome y ocupar un espacio asignado con nombre y número de estudiante (mochila, campera y teléfono, quedaron en una primera sala). Nos sentamos, pero no podíamos tocar las hojas que estaban sobre el pupitre. En frente, había un reloj gigante que, al encenderse, permitía que diéramos vuelta las hojas, en las que colocamos nuestros datos. Empezamos a escribir y una vez que terminamos dimos vuelta nuevamente las hojas, sin poder incorporarnos”. Añadió que permanecieron sentados hasta que el reloj se apagó.
“Eso representó un estrés total porque nunca rendí de esa manera. En las universidades argentinas el alumno ingresa con la mochila y el resto de sus pertenencias. Se sienta al lado del amigo y puede hacer algún comentario. De todos modos, para mí era una linda experiencia. Pensaba: si funciona y lo logro, será espectacular. Si no logro, no importa, me vuelvo, tomándolo como una linda experiencia”, acotó para quien salir del país debe implicar una linda experiencia tanto para residir o para visitar, pero no para padecer.
Cuando apenas empezó a hablar francés y a adaptarse a esta nueva vida, comenzó a trabajar, intentando tener el mismo pasar que el de Buenos Aires. “Es que quería tener independencia económica porque me fui detrás de un amor y, si este amor no funcionaba, pudiera tener dinero para volverme o quedarme hasta terminar la carrera o las materias. Me puse a ritmo con las cursadas, el idioma, y el trabajo. Como en Francia no se asiste a clases por la noche, tenía que faltar a algunas materias para poder trabajar y los fines de semana estudiaba de los libros, del programa. Me fui arreglando como pude”, agregó.
Mickael también trabajaba muchísimo porque venía de estar en la playa en México y se tuvo que volver a adaptar a la vida de economista, de París, de traje y corbata. Y, si bien la pareja avanzaba, cada uno empezó a escribir su vida profesional.
“Mi novio empezó a trabajar para una firma vinculada al Fondo Monetario Internacional (FMI) y a viajar muchísimo, por lo que nos encontrábamos solo los fines de semana. Durante un año entero permaneció en Angola (África) aunque regresaba cada tres semanas. Eso afectó a la pareja y a mí me entraron miles de dudas, pero, al final, logramos volver a encontrarnos porque los proyectos profesionales se inscribieron con los proyectos personales”, celebró.
Pasaron los años y María Eugenia fue aprobando las materias. “Cuando las terminé de rendir, tenía que elegir si quería ser una egresada francesa y, más tarde, revalidar mi título en Argentina o quería ser una egresada de la UBA y revalidar mi título en Francia. Preferí terminar la carrera primero en la UBA, con una enorme experiencia que me permitió estudiar de manera más fácil, con otra perspectiva. Aprobé y volví a Francia para rendir las que acá no existen. De esa manera obtuve los dos títulos y me puse a trabajar en un hospital. Para ese entonces ya tenía el pasaporte español y con un diploma francés, podía trabajar en salud pública”.
Con Mickael “siempre pensamos en volver a Argentina, pero se iban sucediendo los trabajos, además que París es una ciudad hermosa. Al principio veníamos mucho, al menos tres veces al año. Después la vida profesional fue creciendo, avanzando, nos fuimos adaptando y veníamos cada vez menos. Nos casamos, tuvimos tres hijos: León (8), Eva (6) y Rafael (4), y ahora venimos solo una vez al año porque es difícil coordinar el trabajo, la escuela, las vacaciones”.
Hasta el último suspiro
Como psicóloga, María Eugenia se dedica a los cuidados paliativos en diferentes hospitales, tratando con enfermos terminales. También se especializó en estrés postraumático de enfermedades graves o de problemas de salud graves.
“Me ocupo de los pacientes que se despiertan de un coma porque tuvieron un paro cardíaco y estuvieron un mes y medio internados con respirador artificial, con diálisis, en un servicio que se llama reanimación -es como terapia intensiva pero un poquito más especializado-. Soy quien los acompaña y acompaña a la familia en este proceso de duelo cuando el paciente no sobrevive a la técnica medical. Asimismo, me ocupo de los niños cuando les tengo que anunciar que el padre o la madre se está muriendo”, ejemplificó quien de este país extraña el contexto, “de estar con amigas, tomando sol y charlando de cosas que nos unen, los recuerdos, la vida”.
Pero “lo que hago mucho porque es lo que más me gusta, es ocuparme de formar a los médicos y a sus colaboradores (enfermeros, kinesiólogos, psicólogos), a cómo se anuncia la enfermedad grave, cómo se anuncia el fin de un tratamiento curativo, cómo se anuncia el inicio de esta terapia o fase paliativa, donde no habrá tratamientos curativos. Acompaño a los pacientes hasta el último suspiro”.
“Antes de casarnos, viajamos muchísimo. Estuvimos en Australia, Estados Unidos, Asia, Europa, y los amigos que fuimos haciendo, incluso los de Francia, no se igualan a los lazos y a las amistades que hicimos en Argentina. Creo que las que uno crea aquí son irremplazables porque tenemos una calidad humana que no existe en otra parte del mundo”.
Sostuvo que en el hospital público de Francia se forma mucho en esta temática y en casi todos los nosocomios hay un servicio de cuidados paliativos.
“Gracias a esto tuve miles de experiencias. Eso me llevó a escribir un proyecto que fue aprobado por el Congreso Internacional de Cuidados Paliativos, lo que derivó que el hospital le pagara el viaje al Congreso Internacional de Cuidados Paliativos que se hizo en Canadá y, más adelante, en Bélgica. Mi cerebro nunca imaginó que iba a vivir tantas cosas y tan lindas como una profesional que salió de la Normal y que pasó por la UBA. Se me fueron abriendo puertas y dije: pase lo que pase, me mando y veo”.
Durante la charla con Ko’ape, imposible fue no referirse a la final entre Francia y Argentina en el último mundial.
“Por suerte, a mis hijos logré contaminarlos con este amor al país, que Francia lo fue perdiendo. Traté de inculcarles ese amor a la bandera, ese amor a Messi, les mostré mi foto con (Diego) Maradona, les conté su historia y les mostré videítos de cómo jugaba. Durante el partido, estábamos hinchando por Argentina y cuando mi esposo vio que Francia estaba jugando mal, dijo: ‘Ustedes merecen ganar’. Convencida que soy mufa, cuando (Kylian) Mbappé hizo el primer gol, pensé que era por mi culpa, entonces me subí al auto y me fui a recorrer la ciudad bajo la lluvia, en un día de crudo invierno”, describió.
Manejó sin oír la radio y en lugar de un rezo empezó a tararear “Muchachos”. Fue hasta la Torre Eiffel, estacionó en frente, rogando que no pierda Argentina. Cuando encendió la radio, “ganábamos, pero Mbappé puso otro gol. Apagué y me puse a dar vueltas por París. Decidí volver al pensar que no podía estar manejando bajo la tormenta, sola, de pantuflas y en pijamas. Al tomar la autopista, mi marido dice: ganaron. No puedo explicar cómo viví ese momento. Llamé por teléfono a mis hermanas y al llegar a casa escuché a mis hijos gritar ¡Argentina! mientras hacían flamear la bandera”.