“Aquí, donde la tierra habla y el río canta, es donde guardamos nuestros sueños de barro y viento”.
Ramón Ayala
El Paraná fluía vasto y oscuro a la altura de Montecarlo, Misiones. Era un río denso, cargado de secretos y sus aguas reflejaban un misterio antiguo, indescifrable. Enfrente, como una silueta de piedra y sombra, la isla Caraguatay se alzaba, firme, como un refugio para quienes buscaban esconderse del mundo. También era una advertencia para los que osaban acercarse. Alrededor, el Bairuzú rugía. Sus tres remolinos giraban incansables, devorando el agua en un ciclo implacable, una danza que el tiempo no lograba domesticar. La sequía no había podido con él; su fuerza seguía intacta, como un recordatorio constante de que allí mandaba algo mucho más antiguo que el hombre.
Nicolás, un joven pescador que había crecido a orillas de ese río, miraba el Bairuzú desde la orilla, con los ojos cargados de una mezcla de respeto y curiosidad. Su abuelo le había contado una y mil veces historias sobre el Voiruzú, una serpiente colosal que habitaba el remolino, esperando con paciencia a aquellos que cruzaban sus aguas sin respeto. Decían que esa criatura era más que un simple animal; era una presencia, una fuerza que guardaba el equilibrio en el río.
Aquel día, Nicolás sentía el impulso inexplicable de desafiar a esa criatura, de enfrentarse a ese río que lo había visto crecer. Con su amigo Jorge, decidió remar hasta la isla.
Quizá lo hacían por probarse, o tal vez por romper el tedio de la rutina, como una manera de demostrar que podían desafiar los miedos que se respiraban en el pueblo. Se subieron al bote, el mismo de siempre, y empezaron a remar, con la fuerza que da la juventud y el desconocimiento.
Al alejarse de la orilla, el río comenzó a mostrar su verdadero rostro. A mitad de camino, un sonido profundo, como el eco de un trueno distante, surgió de las profundidades. Nicolás sintió el temblor en el bote, y al mirar hacia el agua, lo vio: el Bairuzú, sus tres remolinos entrelazándose, girando como si formaran un único ojo que los observaba. La corriente comenzó a succionarlos lentamente hacia el centro, y los ojos de Nicolás y Jorge se encontraron, cargados de una mezcla de miedo y resignación.
-¡Remá!- gritó Jorge, con una voz rota por el miedo, pero el rugido del agua lo ahogó.
Nicolás se aferró a los remos con todas sus fuerzas, luchando contra la corriente que los arrastraba hacia ese abismo líquido. Remó con una furia desesperada, como si cada movimiento fuera un grito de vida, una negación ante lo inevitable.
Sin embargo, el río ya había decidido. Con un golpe brutal, el bote volcó, arrojándolos al agua. Nicolás sintió el frío cortante y el peso del agua que lo arrastraba hacia el fondo. En medio de la confusión, alcanzó a ver cómo Jorge desaparecía en el remolino, tragado por la oscuridad, como si el río lo reclamara para siempre.
Horas después, unos pescadores encontraron a Nicolás en la orilla. Estaba exhausto, temblando, con la mirada perdida en un vacío oscuro e insondable. Nadie le preguntó qué había ocurrido; todos sabían que había visto algo de lo que era mejor no hablar. El Bairuzú volvió a calmarse, y el Voiruzú siguió allí, bajo la superficie, guardando su secreto.
Desde entonces, Nicolás entendió que aquel río vivía, y que algunos misterios no estaban destinados a ser comprendidos, sino a ser respetados desde el silencio.