Por: Verónica Stockmayer
La habilidad se derramó sobre ella como un don. De muy niña achicaba, empequeñecía, jibarizaba. Reproducía sus juguetes y todo aquello que le despertara interés en tamaño nimio empleando arcilla, plastilinas, pasta de papel, bollitos.
Sus creaciones eran no solo fieles a sus modelos sino además delicadas y bellas porque eran el alma del objeto replicado. Jugar infinitamente y convertir el juego en un Arte sutilísimo eran la marca de la nena.
Creció y lo que hizo entonces fue reducir prendas. Que una sisa, una cintura, una entrepierna. Que convertir una midi en una minifalda, un pata de elefante en un pantalón de corte chino, un palazzo en un divertido hot pants. Muy requerida, Camilita.
Un día tuvo un traspié provocado por la prisa. Cosa de nada. Aun así le valió una multa…que ella redujo a “contravención”, “advertencia”. La anécdota, que contó divertida en ronda de costura reductora, trascendió. Así empezó una meteórica carrera, custodiada por una extrema discreción.
Se mantuvo la fachada de taller de confecciones convencionales para las horas del día y el de composturas peculiares para los más convenientes horarios nocturnos y fechas de guardar.
Así, una felonía se reducía a una mentirijilla, un soborno en una inocente “invitación”, los evidentes casos de corrupción en distracciones causadas por el exceso de trabajo de comprometidos funcionarios, empresarios, díscolos sueltos y malintencionados que suelen abundar.
No se detuvo ni ante el crimen organizado ni ante el horror del narco tráfico y la trata…Todo pasaba a ser trámite tan tan menor. La consultaban de todos lados, ejemplares de toda laya.
El emprendimiento funcionaba, aceitado y ajustado. Camilita reemplazó la vieja hucha por una abultada cuenta bancaria –esa no admitía achicamientos-, que crecía al ritmo en que empequeñecía la moral de nuestra achicadora.
No le quedó un ápice de escrúpulos ni debajo de las uñas. Se empezó a sentir tan liviana que creyó que cualquier tardecita de esas se echaría a volar.
Entonces comenzó a notar que una nubecita gris la acompañaba a todos lados. No solo cuando terciaba con su clientela en los espacios públicos. No: la seguía como un perro fiel, insidiosa, a medida que se agigantaba, ahí donde estuviera. Camilita empezó a ahogarse.
Pronto averiguó que no era vapor de agua ni simple sensación… era SU CONCIENCIA, esa que había evacuado oportunamente con los restos de aprensión que le quedaban.
La conciencia, que no había soportado convivir con esa carencia absoluta de reparo, se liberó de ese organismo vicioso, e inició su acecho. Camilita notó que se la oía: era como Pepe el grillo, melindrosa, persistente.
Cuando ya no pudo soportarla decidió aplicarse todos los pasos de su exitoso proceso jibarizador. Quedó convertida en pelusa, de esa que se deposita molesta sobre las superficies, sobre la ropa.
No hubo explicación ni mucho menos consuelo para la desaparición de una iniciativa de tanta valía, ni de la de su mentora.
Se supo de un grupo selecto de agentes del progreso que se organizó para demandar la creación de una Comisión que fuera al rescate de una actividad que tanto rédito había dado a un sector por demás sensible de la población.