Vivimos inmersos en un mundo de palabras. Hablamos, escribimos, enviamos mensajes, debatimos, discutimos. Cada idioma que aprendemos nos abre puertas a nuevas realidades y formas de pensar. Pero en esta danza de lenguajes y significados, muchas veces olvidamos el idioma más antiguo, el más sincero, el que nunca miente: el lenguaje del cuerpo.
El cuerpo se expresa constantemente. Lo hace con gestos, posturas, silencios, con la vibración sutil de cada célula. Nos habla a través de sus ritmos, del pulso de la sangre, de la respiración que se agita o se calma. Nos advierte cuando algo no está bien con una punzada en el estómago, con un nudo en la garganta o un peso en los hombros. Nos grita cuando ignoramos sus susurros y nos premia con bienestar cuando lo escuchamos con atención.
Escuchar al cuerpo es un acto de amor y de sabiduría. En él se almacenan nuestras emociones no expresadas, nuestros miedos más profundos, pero también nuestra capacidad de sanar y evolucionar. Si nos detenemos un momento y observamos cómo se siente el cuerpo en cada situación, podemos descubrir mucho más de nosotros mismos que con cualquier discurso mental.
El estómago tenso en una conversación difícil nos puede revelar el miedo al rechazo. El cansancio extremo sin razón aparente nos puede indicar demasiada exigencia. Un suspiro profundo y espontáneo nos puede estar diciendo que por fin nos sentimos en paz.
Cada sensación es un mensaje, cada síntoma una historia que espera ser comprendida. Pero en una sociedad que premia la velocidad y la productividad, hemos aprendido a callar esas voces internas. Tapamos el dolor con fármacos, la angustia con distracciones, el cansancio con cafeína. Nos alejamos de nuestra propia naturaleza en un intento de seguir adelante sin cuestionar el camino.
Todos los diálogos son importantes, escuchemos también el que ocurre con nosotros mismos. Aprender el idioma de nuestro cuerpo nos permitirá vivir con más autenticidad, tomar decisiones alineadas con nuestro bienestar y transitar la vida con más conciencia.
Atendamos los síntomas sin miedo, cambiemos la percepción de las “molestias” por indicadores que nos quieren decir algo. Honremos nuestras necesidades, si nos pide descanso, movimiento, alimento o silencio, respondamos con amor. Practiquemos la presencia, detengámonos unos minutos al día a respirar, sentir y observar lo que nos expresa sin juicios.
Así como aprendemos a comunicarnos con los demás con respeto y empatía, también podemos aprender a comunicarnos con nosotros mismos desde la compasión. Escuchar el cuerpo es abrir la puerta a un nivel más profundo de sabiduría, uno que nos guía desde la verdad de nuestra esencia. Al fin y al cabo, la evolución personal no comienza con grandes cambios externos, sino con simples momentos de escucha interior.
¿Cuándo fue la última vez que lo escuchaste?
Valeria Fiore
Abogada-Mediadora
IG: valeria_fiore_caceres