POSADAS. A base de esfuerzo y trabajo, los Prommavolgsa se convirtieron en la primera familia de laosianos que comercializa su producción en una feria franca de Misiones. Desde hace casi cinco años, todos los domingos llegan hasta el predio ubicado en la chacra 32-33 de la capital provincial para vender pollos y cortes de cerdo, que crían en la finca que la comunidad posee sobre la ruta nacional 12, frente al incipiente barrio Itaembé Guazú. Con la carga que implica ser un refugiado que desconocía el idioma y las costumbres argentinas, ver a Jern “Maitri” Prommavolgsa trabajar la tierra con manifiesta alegría se transforma en un mensaje esperanzador. Esa felicidad se completa con Sandra Bonifacio, una joven posadeña a la que se unió hace once años y con la que tuvo tres varones. Ella se convirtió en su sostén y respaldo, además de ayudarlo en la granja que armaron en la hectárea de tierra que le cedieron al padre de “Maitri” cuando apenas llegaron de Laos.Durante una pausa que hizo mientras alimentaba a los cerdos, el hombre comentó que empezaron vendiendo gallinas y que poco después vieron la posibilidad de incorporarse a la cría de porcinos. “Con lo que sacamos de la venta no nos alcanzó, pero utilizamos todo nuestro ahorro para poder levantar el criadero. Gracias a Dios estamos trabajando bastante bien. Podemos decir que dimos un gran paso”, dijo al tiempo que lamentó que “debemos tener un cuidado extremo porque hace unos días nos entraron a robar. Se llevaron diez lechones, herramientas, una motosierra y una motoguadaña y vamos a tener que recuperar, trabajando”.Contó que la parcela que cultiva forma parte de las tierras que el Gobierno de Misiones cedió a su padre (ya fallecido) y a otras 19 familias de refugiados que vinieron durante el primer viaje, allá por 1984. Había veinte hectáreas de terreno, un promedio de una hectárea por familia.Agregó que al principio, los allí residentes, “sacaron provecho y el Gobierno les ayudó bastante”. Hacían plantaciones de frutillas, criaban cerdos y tenían criaderos de pollo, pero por diversos motivos los emprendimientos no funcionaron. Fue así que empezaron a emigrar. Por un tiempo, buena parte de las casas estuvieron deshabitadas. Ahora el barrio se está comenzando a poblar nuevamente.“Esta parcela nos tocó a nosotros”, confió “Maitri”, señalando el campo delimitado por un monte de tacuaras. “Empezamos con esto, otros plantan jengibre. Nos gusta lo que hacemos y nos gustaría ampliar el proyecto, pero no hay fondos. Nos faltaría una moledora de maíz para poder elaborar los alimentos y así evitar comprarlos. De esa manera abarataríamos los costos y podríamos criar un poco más. Vivimos de esto. Somos la única familia de laosianos que participa de la feria franca”, manifestó. Contó que, además de maíz, los lechones son alimentados con arrocín, afrecho y algo de alimento balanceado. “Y para eso necesitamos la moledora”, insistió.En el puesto que tienen en la feria franca comercializan a 47 pesos el kilogramo de lechón limpio. También llevan gallinas y huevos cuando sobran, porque la mayoría son utilizados para “empollar” y así agrandar la granja.“Gracias a Dios estamos bien en el trabajo y tratamos de hacer las cosas de la manera más económica posible”, dijo. Por ejemplo, para los techos del criadero emplea láminas de descarte (terciado), colocando tirantes de manera más tupida, evitando así el ingreso del agua de lluvia. Además utiliza alambres para sostener las maderas, alternando con los clavos, porque considera que “hay que ingeniarse un poco. Esto es más resistente al granizo que la chapa de cartón”, que debió reemplazar meses atrás debido a las inclemencias del tiempo.Muy lejos de casaPrommavolgsa llegó a la Argentina cuando tenía apenas doce años. Al llegar el momento de abandonar Laos, escapando de la violencia y la represión, les decían que iban a la Argentina. Pero “no sabíamos cómo era el país, no sabíamos el saludo, no sabíamos adónde íbamos a caer. Para mí era totalmente diferente, las personas, las costumbres. Por fortuna era chico, entonces me fui habituando con mayor facilidad que los otros integrantes del contingente”, recordó con un dejo de melancolía. Y enseguida agregó sonriente: “Ahora estoy adaptado y me gusta, pero no olvido el idioma y las costumbres”. Tras arribar al aeropuerto internacional de Ezeiza, los llevaron a un hotel donde “nos establecimos”. Después de tres días de viajar en avión, para una persona que nunca había subido a uno de estos aparatos, “era como si siguiera volando. Estuvimos un mes en Buenos Aires sin saber qué hacer. Pasados los 30 días nos dijeron que íbamos a ir a Misiones, que tampoco sabíamos de qué se trataba”, expresó.Como reviviendo el momento, recostado en un poste de la construcción, continuó su narración de cómo subieron a un micro que los llevó hasta el aeropuerto Jorge Newbery para tomar el avión que -un poco más de una hora después- los dejaría en la tierra colorada. “Acá nos recibieron muy bien. Nos llevaron a un predio que limitaba con el entonces balneario El Brete, donde estuvimos por un mes”, señaló.Luego los llevaron hasta Wanda. En el norte misionero les facilitaron una casa para vivir, una garrafa y una cocina de dos hornallas, “porque nosotros vinimos con las manos vacías, con la ropa puesta. No tenía ni zapatillas, un señor me dio las suyas para que pudiera subir al avión y emprender el viaje”. Relató que, una vez ubicados, los más chicos comenzaron a asistir a clases a una escuela de la zona y el primer frío que sintieron no era comparable al de Laos, que tiene un clima tropical. “Yo iba a la escuela en ojotas y cuando miraba para el costado, era todo blanco. Nos sorprendíamos porque allá el invierno no es tan crudo como éste. Allá no existen las heladas”, graficó.En la capital de las piedras preciosas vivieron durante unos cuatro años y luego, por voluntad propia, volvieron a la capital de la provincia. Es que su padre no se acostumbró a trabajar en la tarefa. “No sabía cómo era, se lastimaba las manos rompiendo las ramas y la cosecha no rendía porque nos pagaban por kilogramo. Faltaba práctica. La situación era difícil porque allá sólo acostumbrábamos a plantar arroz. Fue entonces que entre lo
s hombres mayores consultaron qué hacer y volvieron al predio original, cerca del balneario”, explicó.Aquí se ingeniaron en fabricar artesanías y salir a venderlas por las calles “para poder sobrevivir”.Consideró que por aquel entonces la gente fue muy amable. Si bien no los dejaban salir de un cerco hecho de tejido, los vecinos “nos acercaban mamón verde y revistas, con el fin de contactarse y conocernos”. Admitió que como “no sabíamos el castellano, costaba comunicarnos. Nos sabíamos si hacíamos bien las cosas o no. Había gente que se ofendía porque no nos entendíamos. Intentábamos hablar bien, pero seguíamos haciéndolo mal. Hasta llegar a este punto, fue una vida sacrificada. Ahora sabemos dónde está el norte, el sur, sabemos qué es Argentina. Pude viajar a Salta, a Buenos Aires. Y lo bueno es que mi señora, que es criolla, me acompaña en todo. Es muy buena persona y me ayuda”. Prommavolgsa trata de transmitir la cultura a sus tres pequeños hijos, pero reconoce que se le hace muy difícil. “Cuando querés que entiendan, tenés que hablar en castellano. Y si hablo en mi idioma, espero que reaccionen y me desespero. En castellano es mas rápido. Igual algo van a aprender. Comer como yo ya están acostumbrados”, insistió. Tiene en mente volver a Laos, pero de paseo. Será cuando pueda, como lo hicieron muchas otras familias radicadas en la zona.Una mujer encantadaSandra Bonifacio conoció a “Maitri” porque era amiga de su hermana. Cuando llegó por primera vez a la comunidad “estaban almorzando y todos nos invitaban a comer. Era una manera de dar la bienvenida o manifestarte que eras bien recibido. Eso me sorprendió” y se llevó la impresión de una comunidad “muy amable, acogedora, diferente a la nuestra”. Al tiempo fueron novios. “Le presenté a mis padres, él habló con ellos y fue muy respetuoso. Eso me gustó muchísimo”, resaltó. Rescató el hecho de que su esposo “siempre ayudó a mi familia, y lo sigue haciendo”. Apenas se constituyó la pareja, vivieron un tiempo en Leandro N. Alem y luego adquirieron un terreno en la zona productora de Garupá donde cultivaban jengibre. Después de dos años de plantar “nos dijeron que los lotes eran de la Municipalidad. Vino una máquina y tiró por el suelo los paños de medias sombras y los postes. Angustiados, volvimos acá. No es nuestro, es de la familia, pero estamos seguros”. Ahora, por la mañana, Bonifacia lleva a su hijo a la escuela y se encarga de las tareas domésticas, mientras que por la tarde se pone a la par de su esposo en las tareas del emprendimiento. “Me gustó mucho su cultura. Ahora ya cocino como ellos, así que no se puede quejar. Cocino todo lo que su mamá le cocina”, bromeó, al tiempo que admitió que desde niña soñaba con poder conocer un país como Laos.
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