En realidad, no puede existir una familia sin misión. La familia es misión. Lo que hemos recibido como don, es para darlo y para darse. La familia es don de Dios. Y como Dios es familia, la familia es Dios mismo dándose a la humanidad. Por eso lo contemplamos nacido y confiado en los brazos de María y de José. También Jesús quiso aprender el amor en el seno de una familia. Por eso lo más parecido que tenemos con Dios es la familia. No es extraño pues que una cultura que ya no se ocupa de cuidar la familia, también se aleje cada vez más de Dios. No olvidemos: Familia e Iglesia son sinónimos de misión. Miremos a Jesús, a María y a José y veremos en ellos la belleza de una familia misionera: allí cada uno cumple con la misión que Dios le encomendó, pero no uno separado del otro, sino juntos en una verdadera comunión misionera. Así la familia y también el grupo misionero se convierten en escuela del amor misericordioso del Padre, que se derrama como buena noticia para todos aquellos que la escuchan y la acogen. Es conmovedor ver cómo el amor misericordioso del Padre sostiene a Jesús, María y José en la misión. Los cuida y acompaña, por ejemplo, en los contratiempos que tuvo que pasar José cuando tuvo que huir a Egipto y vivir en el destierro con María y el pequeño Jesús; o la angustia que pasaron los padres cuando el adolescente Jesús se les perdió en la peregrinación a Jerusalén; o los dolores por los que tuvo que atravesar María durante la pasión y muerte de su hijo. El amor misericordioso del Padre los fortalecía la comunión entre ellos y los mantenía fieles en la misión que les había confiado. La confianza en Dios y la comunión con los hermanos nutren la misión y evitan que se convierta en un grupo que se predica a sí mismo, o en una familia que pretende fabricarse de acuerdo con su propio modelo. A mayor comunión, mayor es el entusiasmo para la misión. Y al revés, cuando se debilita la comunión entre los miembros y comienzan a prevalecer los intereses particulares, sea en la pareja, sea en una comunidad o en un partido político, disminuye el entusiasmo para la misión. Por eso, la familia es el lugar donde aprendemos a vincularnos con los otros y a entusiasmarnos para realizar proyectos juntos. Algo similar sucede con el grupo misionero: la comunidad es el lugar donde aprendemos a compartir y a crecer en la fe, y luego entusiasmarnos para llevar a los demás esa experiencia que no podemos guardarnos para nosotros mismos. En, cambio, donde no hay unidad, tampoco habrá entusiasmo para la misión. La falta de unidad paraliza cualquier proyecto en común. Pero hay que estar atento para que la unidad no se convierta sólo en un sentirse bien en el grupo, o que consista solo en buscar el placer en la pareja, o que se cierre en un grupo de militantes creyendo que ellos son los únicos que poseen la verdad de todo. Esa unidad es falsa porque se mira únicamente a sí misma. Para que la unidad entre las personas sea auténtica tiene que tener la puerta abierta a la misión. Y la misión nos lleva siempre a compartir y no a imponer, a intercambiar dones y no a conservar los talentos que recibimos de Dios. ¿En qué consiste la misión a la que está llamada la familia? ¡A ser familia! Es decir, a ser el lugar donde los miembros de la familia viven y celebran el amor. Pero qué rápido olvidamos que estamos llamados a convertirnos en don para el otro y con qué facilidad exigimos que el otro responda a nuestros propios caprichos. En lugar de que el otro sea el destinatario de mi servicio, lo someto a las arbitrariedades de mi voluntad. Así se repite y actualiza la vieja historia de Adán y Eva, o la de Caín y Abel, en la que el hombre pretende decidir la vida por su propia cuenta. Cuando se pierde la amistad con Dios, el otro se convierte en un enemigo del que hay que deshacerse. En el mensaje para la 49ª Jornada Mundial de la Paz, el papa Francisco advierte que “la primera forma de indiferencia en la sociedad humana es la indiferencia ante Dios, de la cual brota también la indiferencia ante el prójimo y ante lo creado. Esto es uno de los graves efectos de un falso humanismo y del materialismo práctico, combinados con un pensamiento relativista y nihilista. El hombre piensa ser el autor de sí mismo, de la propia vida y de la sociedad; se siente autosuficiente; busca no sólo reemplazar a Dios, sino prescindir completamente de Él. Por consiguiente, cree que no debe nada a nadie, excepto a sí mismo, y pretende tener sólo derechos”. La teoría denominada de género responde a ese falso humanismo del que habla el santo padre. La indiferencia, en cualquiera de sus formas, es la contracara de la misión.
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