La liturgia nos sitúa en el día de hoy ante una nueva epifanía, una nueva manifestación del Señor que confirma la divinidad de Jesús. Se hace presencia viva la profecía de Isaías acerca del “Siervo del Señor“ (Is. 42, 1-4.6-7) en la que se anuncia: “Este es mi servidor, a quien yo sostengo, mi elegido, en quien se complace mi alma. Yo he puesto mi Espíritu sobre él para que lleve la salvación a las naciones”. Esto fue confirmado el día que Jesús se bautiza a manos de Juan en el Jordán, a pesar de no tener pecado alguno. Apenas salido de las aguas del río Jordán el Padre hace oír su voz dando testimonio del Hijo y el mismo Espíritu Santo desciende sobre él visiblemente en forma de paloma. Lo que el profeta Isaías anunció veladamente encuentra toda su plenitud mesiánica en esta teofanía o manifestación de Dios en el Jordán. Sin embargo, y será bueno tenerlo en cuenta, ya no es “mi Siervo”, sino “mi Hijo muy amado”.San Pedro, testigo ocular de este acontecimiento, lo presenta como el principio de la vida apostólica del Señor: “Vosotros sabéis lo acontecido después del bautismo predicado por Juan, cómo Dios ungió a Jesús de Nazaret con el Espíritu Santo… y pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el demonio” (Hech. 10, 37-38). Jesús es presentado en las santas escrituras como el “ungido por el Espíritu Santo”. Así fue ya en el comienzo de su vida terrena y así es ahora al comienzo de su vida apostólica.Jesús no tiene necesidad del bautismo y por eso el rechazo de Juan en realizar con Él aquel rito: “Soy yo quien debe ser bautizado por ti y ¿tú vienes a mí?” (Mt. 3, 14). Sin embargo Jesús insiste: “Déjame hacer esto, pues es conveniente que se cumpla toda justicia. Y Juan se lo permitió (Ib. 15). La justicia que Jesús quiere cumplir es la aceptación perfecta de la voluntad del Padre. Y ante este gesto tan humilde de Jesús que lo coloca no sólo al nivel de todos, sino también al nivel de los pecadores sin tener ni mácula de pecado, el Padre Celestial revela al mundo su dignidad de Mesías, descendiendo sobre Él el Espíritu Santo en forma visible. Y de esto fueron testigos los que rodeaban a Jesús y los que estaban allí.Así también -de forma distinta, pero semejante- sucede con los hombres cuando recibimos en nuestras vidas el bautismo: somos ungidos por el Espíritu Santo haciéndonos nacer a la vida de Cristo, renovándose en todo nuestra vida, somos limpiados de todo pecado y nacidos a una vida nueva en todo nuestro ser. Y cuando comenzamos a vivir y crecer, viene el Espíritu Santo en otro sacramento, el de la Confirmación, confirmando nuestra fe en Jesucristo y la Iglesia, para que podamos proclamar que Jesucristo es el Señor de la vida y de la historia, en respuesta a las angustias de nuestro tiempo y anunciarlo a todos los hermanos. Desde entonces toda nuestra vida se desarrollará bajo la fuerza del Espíritu Santo.Para poder vivir esto tenemos una sola condición: la humildad, virtud que nos lleva a ponernos frente al Señor y, guiados por la gracia, abrirle el corazón y dejarnos guiar por el Espíritu Santo, que nos hace llamar a Dios Padre y a Jesús el Señor, nuestro hermano y nuestro amigo. Es necesaria la humildad para dejarse impregnar por él y sus sentimientos, siendo la única forma en que encontremos nuestra felicidad en la tierra y nos constituyamos para todos en constructores del bien común, de la fraternidad, del amor, de la justicia y de la paz. Pidamos a la Virgen María, amar la gracia recibida en el bautismo y poder vivir como verdaderos hijos de Dios.
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