A comienzos de la década del ‘60, cuando regresaba de un ensayo del seleccionado de gimnasia rítmica que debía presentarse en la fiesta de la Escuela Normal, captó mi atención un artículo de una conocida publicación internacional de la cual mi padre era asiduo lector. El tema del artículo era el Yoga, presentado como una práctica novedosa, saludable y accesible e ilustrado con fotos de posturas. ¿Qué te imaginas que hice? Sí, imaginas bien: traté de hacer lo que veía y me resultó fascinante.Hoy no te recomiendo querer “copiar” posturas de fotos o videos -aunque vengan con explicación- sin la sabia guía de tu profe, porque el Yoga es mucho más que figuras y se deben tener muy en cuenta las condiciones del practicante. Pero esa experiencia dejó sutiles y profundas huellas, calladamente latentes en los intensos años que siguieron, años colmados de estudiar y trabajar, de formar una familia y trabajar. Y las absorbentes responsabilidades crecían de año en año en lo familiar y en lo laboral. Ya estaba en la segunda edad, edad pico donde decir “todo” es poco. Tú lo sabes. Hasta que un día, en mi lugar de trabajo, quien menos hubiese esperado que lo hiciera me expresó una discreta y respetuosa observación: “Camina usted encorvada, como agobiada. Para su edad y estructura no me parece conveniente. Se lo digo desde el aprecio. Usted sabrá manejarlo.”Entonces me di cuenta de que era hora de hacer algo por mí. Hice el “click” y mi gratitud hacia esa persona es permanente, porque sin saberlo me encaminó hacia lo que hoy estoy cultivando como un bello dharma (propósito, deber, vocación). En ese momento mi memoria hizo un brinco en el tiempo y rescató aquella especial experiencia juvenil. ¡Eso es! ¡Debo practicar Yoga! -me dije. Y comencé la búsqueda de profe, lugar y horario. Porque lo que no teníamos en los ‘60, en el momento que estoy relatando ya era una realidad presente y conocida.Di con la profe, maravillosa dama de quien me propuse decir muchas bellas cosas en una próxima nota. Daba clases de Yoga en un salón parroquial cercano a mi domicilio y a las 14.30 ¡perfecto! Los cambios positivos se hicieron notar casi de inmediato, tanto en lo postural como en el manejo de la fatiga, el estrés y la actitud de quien regresa a casa luego de una nutrida jornada de trabajo. La energía y el ánimo eran diferentes. Un mayor grado de flexibilidad física se traducía en mayor flexibilidad mental. El sueño se tornó verdaderamente reparador. La ansiedad cedía paso a la serenidad. La salud y la alegría crecían.Al cabo de dos años de asistir a las clases y leer sobre el tema porque me “recopaba”, una tarde me dijo la profe: “Veo que te gusta y te interesa, ¿querrías hacer el instructorado?”. El Sí salió del corazón. Entonces vino el contacto con la hermosa gente de la Asociación Misionera de Yoga y su encomiable trabajo de organizar seminarios para formar docentes, valiéndose de la conexión con instituciones similares en todo el país y la capacidad de reunir un equipo multidisciplinario de formadores. Fue el comienzo de un enriquecedor e incesante proceso que continúa día a día.Recordemos que la palabra Yoga significa unión, reunión o reintegración de todos nuestros aspectos o planos: físico, mental y espiritual. En la práctica nos rescatamos, nos recomponemos, nos recuperamos en lo esencial, nos reunimos con nosotros mismos y esa unión es Yoga, que se produce en el ahora. Es eso indescriptible que se siente al finalizar la clase. Por eso “practica, practica, practica y todo llegará” como dice Pattabhi Jois. Namasté.Colabora: Ana Laborde Profesora de Yoga [email protected]. 4430623
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