Desde hace 54 años vende chipas de almidón en una vereda céntrica de Posadas, y ese solo hecho -el paso de los años y su presencia ininterrumpida en el corazón de la ciudad- la convierten en una testigo privilegiada de las transformaciones urbanísticas y culturales que acontecieron en el último medio siglo de vida comunitaria. Ana María Rogelia Almeida tiene 73 años y una salud de hierro que le permite soportar las largas horas de pie y a la intemperie al lado de su “pecera” de vidrio en la que en plena madrugada expone, como si fueran joyas, el delicioso entremés regional que incluye su versión “rellena” y a la que le agrega porciones de sopa paraguaya. Ella es “la chipera” del punto más neurálgico de Posadas, la esquina de Bolívar y Colón. Arrancó cuando tenía veinte años frente al local de don Jorge Fedorischak, que le hizo un “permiso por escrito” autorizándole a vender en esa vereda, apenas una cuadra más arriba de donde hoy es su punto fijo. Pero el romance de Ana María y las aceras posadeñas comenzó cuatro años antes, cuando apenas tenía 16 y era una recién llegada del Alto Paraná de jangadas y mensúes, que para sobrevivir en la urbe moderna y ruidosa de mediados del siglo pasado, comenzó a vender empanadas de gallina en el Hotel Savoy. Ella, que conoció las calles céntricas cuando todavía eran de tierra en rededor de la plaza donde se daba la vuelta al perro, se enorgullece cuando cuenta que es la chipera con más antigüedad de la ciudad, y es probable que sea la de mayor trayectoria de toda la provincia. Antes hubo otras que ya no están, y después llegaron otras más que todavía persisten en el oficio. Pero no hay ninguna que se haya mantenido tantos años en su puesto y que hasta se haya dado el gusto de venderle su identitario producto a personalidades de nuestro derrotero. Si hasta el gobernador Aparicio Almeida le compraba. Ana María nació en Puerto Esperanza en 1942, pero sólo obtuvo sus documentos cuando fue mayor y se los procuró ella misma. Es que cuando un niño nacía en los obrajes, la única manera de darle publicidad al acontecimiento era informándolo al puesto de gendarmería. Así lo hizo su padre, y fue ese el único trámite formal que daba cuenta de su existencia. Cuando cumplió ocho años, una familia en mejores condiciones económicas la llevó para “criarla”. Así fue como se incorporó al núcleo integrado por Rosa Catorina Ferreyra, Basilio Torres y los hijos de la pareja. Los “Torres” se mudaron a Posadas y Ana María vino con ellos. Ayudaba en los quehaceres a doña Rosa y fue con ella que aprendió las lides de la venta ambulante de comida que le permitió a los descendientes legítimos de la casa estudiar carreras universitarias. El proceso de hacer las empanadas no era sencillo y requería un fuerte trabajo previo y posterior de las mujeres de la familia. Diariamente a ella le tocaba comprar las gallinas (con plumas y todo) de La Placita de las villenas, que entonces quedaba cerca del Cerro Pelón. Después había que desplumar y lavar las aves con agua hervida en enormes ollas sobre las brasas, poner a hervir cada una hasta que la carne se desprendiera de los huesos y armar con eso el “relleno”, mientras la otra hacía la masa, la estiraba y la cortaba en redondeles perfectos. “Nos íbamos a dormir y nos levantábamos a la madrugada para fritar las empanadas. Vivíamos sobre la calle Santa Fe y desde allí salíamos todavía de noche con los canastos con empanadas calientes para el Hotel Savoy”, recuerda. De tanto charlar con las villenas se hizo amiga de algunas que vendían chipas elaboradas en las primeras chiperías instaladas en la ciudad. Le mostraron que ya con 20 años podía “independizarse” de su familia de crianza y finalmente así lo hizo. Toda una osadía para una tímida jovencita del interior que como única experiencia aventurera, asistía todos los domingos a la misa de la Catedral. El trabajo y la posibilidad de manejar su propio dinero hicieron el resto. Se mudó a Villa Lanús, que entonces era “campo”. Allá conoció a su marido, Angel Manuel Gonzalez, con el que tuvo siete hijos. Ambos nunca dejaron de trabajar para mantener a la prole, ella en la venta de chipas o en la elaboración y venta de grasa vacuna y chicharrón que elaboraba con el cebo que conseguía en el matadero a cambio de lavar -a mano- las prendas de los peones. Angel aprendió el oficio de “pocero” y se encargaba de buscar las vetas de agua y cavar hasta llegar al fresco manantial subterráneo, por lo que muchos de los pozos de este barrio son de su cosecha. Los hijos crecieron y Ana María siguió levantándose día a día, año a año, a las cuatro de la madrugada para tomar el primer colectivo hacia el centro. Allí, en “su” esquina, con calor o un frío de pelarse, con lluvia o bajo el implacable sol de los veranos, logró el sustento que le posibilitó una vida digna de mujer laburante. Con un humor envidiable cuenta que cuando se permite un descanso los fines de semana, sale a tomar el mate a la intemperie del patio, porque siente que los techos le dan claustrofobia. El martes pasado todavía no había terminado de amanecer cuando llegó, puntual como siempre, a su esquina del centro. Los pájaros de la plaza 9 de Julio se fueron despertando, la ciudad fue poblándose de a poco, se apagaron las jirafas y las marquesinas, el tránsito caótico volvió a entonar su ensordecedora melodía y las chipas calientes empañaron el vidrio de la “pecera”… pero casi nadie apareció a comprarle, por lo que tuvo que quedarse hasta el atardecer hasta vender la última del día. Era el día internacional de la Mujer y el asueto decretado para la administración pública hizo que su clientela habitual se quedara en sus casas, conmemorando. Ella, que nunca supo de luchas por la igualdad de derechos, ni idea tenía. Por Mónica [email protected]
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