Es una palabra que produce miedo si aparece sobre nosotros. Como si fuera un tabú, muchos ni siquiera quieren mencionarla. Aún está muy arraigada su connotación trágica. Suena como sentencia de muerte, cuando en realidad no tiene por qué ser así. Sólo hablando del cáncer se pueden espantar esos fantasmas. De eso se encargan las asociaciones civiles, entidades públicas y privadas que desde hace años hacen campañas de concientización para que la población consulte regularmente al médico para lograr la detección temprana, y evitar así el peor desenlace. Pero a veces nos puede tomar de sorpresa. Esas células malignas aparecen en alguna parte del cuerpo sin que nos demos cuenta, se multiplican, se extienden, notamos algo que no estaba antes. Aquel abril de 2012, Cristina volvió de las vacaciones junto a su familia, pero la vuelta no sería como la de siempre. Estaba por entrar a una gran batalla que ella no eligió, pero de la que no había escape. Un día notó que tenía como un hoyuelo al costado de una de sus mamas, le pareció extraño, en un principio no le dio importancia y hasta llegó a pensar que tal vez tenía que ver con la celulitis. Fue a la consulta con el médico y salió de allí con la idea que podía ser simplemente una acumulación de grasa. Pero ella no estaba preparada para la noticia que le iban a dar. Luego del estudio, la especialista en imágenes le advirtió “no me gusta nada lo que estoy viendo, esto debe estar afuera ya”. Una mamografía terminó perfilando lo que ya temía. Su cabeza fue un torbellino de ideas. Acompañada por Norma, su hermana, fue a una siguiente consulta y los estudios mostraron que tenía un BI-RADS grado 5, que indicaban una malignidad del 95%. La doctora le dio la confirmación: “Estamos ante un cáncer”. Cristina no podía asimilar la embestida de esas palabras por más que desde hacía días intentaba anticiparse. “Nunca estás preparada para un diagnóstico así, yo temblaba como una hoja”, contó. Se recompuso como pudo y apenas salió del consultorio se plantó firme: “Esto no me va ganar” le dijo a Norma. Llegó a su casa y le dio la noticia a su marido. “Lloré mucho porque no podía dejar de asociar el cáncer con la muerte”. El tumor tenía 3,2 centímetros, en la cirugía no hubo necesidad de sacar la mama pero sí le debieron retirar los ganglios de la zona. Entre la operación y los días que pasaron para el estudio patológico de la muestra, Cristina los pasó pensando en su único hijo, Adrián, que en ese momento tenía sólo seis años, y las dolorosas ideas sobre el futuro. El niño se daba cuenta que algo pasaba y ella le explicó que estaba todo bien con su mami, pero iba tener que ir de seguido donde estaban los doctores. Pero fue difícil, porque hacía un tiempo había fallecido su abuelita y él se acordaba que ella había estado en una clínica y después la habían dejado en el cementerio. El resultado de la biopsia mostró que había un carcinoma ductal infiltrante, pero que afortunadamente de los ganglios que le habían extraído ninguno estaba afectado. Luego vino la derivación con la oncóloga María Betania Mascheroni, consultas con el psicólogo para orientar para la etapa traumática que implica iniciar la quimioterapia. “Yo no tenía idea qué era hacerse una quimio, sólo sabía el nombre y lo que alguna vez vi en una película”, dijo Cristina. Según comentó, a partir de ese momento se volvió fundamental el rol de su oncóloga, cómo la trató, acompañó, cómo le explicó y la contuvo en todo momento “es lo más, no sé si hay otra igual”. Y llegó la primera de las cuatro sesiones iniciales de quimioterapia. Había vomitado mucho como reacción a los fármacos. “Salí muy mal físicamente, pero aún peor emocionalmente”, sabía que lo que estaba haciendo me iba hacer bien pero es tan fuerte que te gana”. Contó que exactamente quince días después comenzó a caérsele el cabello, “sabía que iba suceder pero fue desesperante”. En ese momento terminó de entender la enfermedad que estaba atravesando. Después de las fuertísimas cuatro primeras sesiones de “quimio” le siguieron otras 29. A la debilidad física no tenía cómo que arreglarla, pero sí había una gran generador anímico para atravesar esos días, el del pequeño Adrián, que estaba siempre al lado de su mamá. A pesar de todo ella no se permitía caer. Ante ese tipo de enfermedad, reconoció que la presencia de la familia era muy importante, “pero me di cuenta que en realidad el pilar familiar era yo. Entendí que si yo estaba mal, eso repercutía en todos ellos. Entonces me levantaba, sacaba lo mejor que tenía y ellos se sentían bien porque veían que yo estaba bien”, entraban en su misma sintonía. Había llorado mucho hasta que un día dijo basta, apeló al humor sobre lo que le estaba pasando como estrategia para salir adelante. Su esposo comentó, que antes del inicio de le enfermedad, habían emprendido una pequeña iniciativa comercial hogareña, que a la larga le sirvió a Cristina como motivación extra, para dedicarse a algo que la mantuvo con la cabeza en otro lado, como escape de esos malos momentos. Hoy, vistas ya como anécdotas, contó que cuando llevaba a su hijo a la escuela, las madres se le acercaban para mostrarle apoyo por su enfermedad pero también había gente que le dedicaba palabras como si ya “la estuvieran por velar”.“Ahora las entiendo”, porque nadie tiene un manual para esos casos y sobre qué decir al respecto. Puede resultar alentador para unos pero puede caer mal a otros. “Hubo una persona que me decía, tranquila, tuve lo mismo, te vas a recuperar”, yo lo tomaba de muy buena forma, pero me pasa que hoy cuando a mí me nace hacer lo mismo con personas que están pasando por lo mismo que yo pasé, algunos no lo toman de buena manera”. Narró que durante las sesiones de quimioterapia trabó amistad con otras chicas, se llamaron “las tres mosqueteras” y hoy siguen adelante como en esos días. “Era difícil darse cuenta que había gente que estaba muy mal y después ya no verlas, nos dolía”. Como el caso de “una chica de 20 años con cáncer de útero, o mamás que estaban en la quimio con nosotras y después ya no volvían, era muy chocante”. Pero también estaban las que se recuperaban. “Aprendí a quejarme menos, a que hay cosas peores”. En la última parte del proceso, pero como en un principio, ella demostró que la actitud era fundamental. Tomaba clases de salsa y l
uego iba a las sesiones de quimioterapia. Dijo que ir conociendo el resultado de los estudios y ese aviso de “última quimio”, fue una felicidad muy grande. Aún así cuenta que si bien su vida volvió a ser la de antes, no se puede hablar de vuelta a la normalidad, porque ese tipo de experiencias “te cambia la cabeza . Hay mucha ansiedad cada vez que tengo que ir a buscar el resultado de los controles periódicos”. Hoy ya recuperada, Cristina recuerda lo que le dijo el médico en aquel abril aciago, “si hubieras venido algunos meses más adelante yo no hubiera podido hacer nada por vos”. La detección temprana fue crucial.
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