A veces los padres no medimos la magnitud del valor de la vida de los niños. Cuando un niño nace, toda una familia compuesta por dos o tres generaciones se para.
Todo para honrar al nuevo miembro. Se resignan tiempo, espacio, cuerpos esbeltos, sueldos opulentos, deseos personales, sueños de la pareja. Todo se detiene. Entonces el bebé nace, y más de dos personas ponen toda su vida al servicio de esa nueva personita. Dejamos de dormir. De comer. De salir.
De darnos largos baños. Le perdemos el asco al vómito y a las heces. Nuestra mayor preocupación deja de ser el último capítulo de la novela y pasa a ser la ultima evacuación del niño. Salimos a renovar un zapato y volvemos llenos de bolsas con ropita para bebés (y sin zapatos).
¿Dónde quedó esa mujer que nunca tenía un pelo de más en las cejas? ¿De esculpidas uñas y depilación perfecta? Perdida entre pañales, óleo y toallas húmedas, conoce su nueva sonrisa. Una no tan perfecta, pero más feliz.
Deben ser importantes estas pequeñas vidas para Dios, para que todo un mundo se pare y se transforme, deben valer realmente la pena. Y debe ser ciega la fe que Él tiene en nosotros para encomendárnoslas sabiendo que seremos capaces de sacarlas adelante pase lo que pase.
Todos tuvimos papás, así que como hijos hagamos que nuestra vida valga la pena. Y como padres enseñemos que la vida vale la pena.
Optimismo modo on.
Lo simple es lo más complejo. Está tan naturalizada la llegada de los bebés al mundo que pocas veces nos detenemos a pensar en todo lo que implica.
Por eso Dios nos agradece el amor con el que no dudamos en dar vida y sacarlas adelante aún resignando o posponiendo nuestras metas o sueños personales. Estas pequeñas vidas arrojadas al mundo a través nuestro son parte de un proyecto superior y nadie que acepte formar parte de él quedará frustrado o insatisfecho. Sólo haz lo que estás haciendo con infinito y eterno amor.
Colabora
Patricia Méndez
Biodescodificación y PNL
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