La capital misionera cambió tanto y tan rápido como las costumbres. “No se puede vivir del amor” cantaba hace tiempo Andrés Calamaro, una letra muy cierta para muchos, pesimista para otros, pero que planteaba que este sentimiento es mucho más que un simple cuento de hadas hecho realidad, sino el fruto de una construcción, como la que encararon Titoy Soto y Dora Centurión hace ya más de seis décadas en la chacra 119, cuando aún era campo.
Titoy tiene 85 años y vive en este rincón posadeño desde los siete, sólo se alejó un tiempo, cuando recién casado probó suerte en otras latitudes, pero luego regresó y se abocó a colaborar en el tambo que su padre tenía aquí hasta que obtuvo un empleo formal.
“Nos casamos en el 58, luego de tres años de novios (tenía sólo quince años cuando iniciaron la relación) y mi suegra no es mucho lo que me quería”, recordó Dora y añadió que “nos fuimos a vivir al campo de mi suegro, dos o tres años, después volvimos y nos instalamos aquí, tanto esta chacra como la 113 eran de mi suegro, era todo campo y con el tiempo se fue loteando”.
“Prácticamente toda la vida la pasamos juntos”, reconoció Dora y, aunque Titoy entre risas apuntó que fue ella quien lo buscó, la dama memoró que “vivía con mi papá en el campo de un italiano, era jardinero, y todos los días al mediodía pasaban él y su tío, iban a caballo, lo hacían correr, porque era burrero, me miraba pero no me saludaba, era reacio o tímido, pero con el tiempo comenzamos a hablar, su mamá siempre se oponía, hasta que nos casamos, el 25 de julio de 1958”.
Como toda casi todas las suegras, la de Dora cambió de opinión, incluso cuando llegaron los niños (tienen tres hijos, dos mujeres y un varón, la mayor tiene 57 años) quería que se mudaran al centro, pero ya estaban acostumbrados al lugar.
Aunque, obviamente, hubo tiempos difíciles. Dora debió aprender a trabajar en el tambo, “ordeñábamos, vendíamos la leche, aprendí a lidiar con animales y él era cabezudo, “no sé por qué un día me enojé, aún no teníamos hijos, agarré unas mudas de ropa y me fui a la casa de mi papá, era de esa gente de antes, que no gustaba eso de dejar al marido, y me mandó de regreso a casa a ‘hacer leña, a lavar la ropa’, y eso que yo era su niña mimada, pero se manejaban otros valores”.
Otros tiempos, otras picardías
Las más de ocho décadas que Titoy lleva sobre sus hombros no apagaron su picardía. Durante su juventud supo andar las calles de la gran ciudad, Buenos Aires, pero sobre todo los hipódromos. Es que “tenía un amigo que sabía todos los enganches de los burreros, quién ganaba y quién no, me decía andá a Palermo y jugá a tal, yo ponía su plata y la mía, así ganaba, hice mucha plata”, reconoció. Al punto que compró un caballo que corrió en Palermo, en Rosario, con el que “ganamos muchas carreras”.
Competencias que no se limitaron sólo a Buenos Aires, pues un día subió a su equino al tren y regresó a la tierra colorada. “Fue un viaje largo, tres días en un tren de carga, por ahí se acostaba y entonces yo podía dormir un ratito, eran otros tiempos, uno era joven”, sostuvo.
Y agregó que “me bajaron en Villa Lanús, le puse un freno al caballo y me subí, venía loco, salían los perros y empezaba a saltar, pero con mi hermano domábamos caballos, nos divertía hacerlo”.
El tambo, los “burros”, todo fue quedando atrás, Titoy se desempeñó como inspector de Bromatología municipal, los hijos crecieron y la vida fue tomando su rumbo, aunque “en el matrimonio, incluso después de sesenta años, hay tormentas, sin embargo nosotros nunca nos separamos porque la compañía es el secreto, tenemos compañerismo y es lo que más se siente a esta edad”, concluyó Dora.