A los veinte años Victoriano Ríos Medina dejó su Paraguay natal y emigró hacia Buenos Aires, en busca de nuevas posibilidades, nuevos horizontes. Allí aprendió el oficio de zapatero, en el cual se desempeñaban la mayoría de sus compatriotas en la gran ciudad. Su incursión en algunas fábricas de calzado le sirvió para adquirir rápidamente la experiencia necesaria para independizarse y abrir su propio local, primero de compostura y luego ya como fabricante de sus propios productos.
Hace dos años y medio Victoriano comenzó a coordinar un taller de fabricación de calzados en el Hogar de Día, donde extiende su mano solidaria transfiriendo sus conocimientos a los más jóvenes.
La mayor satisfacción que tuvo en esta última etapa del taller fue que uno de sus alumnos llegó hace pocos días y le comunicó que no iba a asistir más a los encuentros. Sorprendido, le preguntó las razones de esa decisión y el joven le explicó que había decidido abrir su propio taller en la casa porque tenía mucho trabajo.
“¿Usted sabe lo que significó para mí eso? Un tremendo orgullo, porque ese chico ya tiene una dirección en la vida, ya eligió un oficio, y es algo que le gusta…”, dijo Victoriano emocionado, sin poder contener un lagrimón, y agregó: “Él sí se plantó conmigo ahí, entraba al taller y me preguntaba “¿qué puedo hacer?”, “¿en qué te puedo ayudar?”… Y bueno, hoy él ya se puede independizar, y ya está agarrando plata, no 10 o 20 pesos, él ya está agarrando de a 100 de a 200 pesos, porque la compostura es cara”.
De chacrero a zapatero
Caraguatay, ubicado en el tercer departamento de Cordillera, Paraguay, lo vio irse pronto. Dejó la chacra y se fue a Buenos Aires con un hermano menor. Se instalaron y, como la mayoría de los paraguayos que vivían allá trabajaban en la industria del calzado, a los que llegaban los llevaban a los talleres para que aprendieran el oficio. A los 27 años ya empezó a trabajar de manera independiente y entonces llevó a sus cinco hermanos varones para que trabajaran con él. Con el advenimiento de la dictadura las cosas se pusieron feas en Buenos Aires y un amigo que tenía acá en Iguazú, Pascual Ojeda, lo convenció para que se viniera. Y así empezó su historia en esta ciudad.
Cuando llegó a la Ciudad de las Cataratas Victoriano abrió su negocio cerca del Club Tacuarí. En aquel entonces, el finado Soto le había prestado un lugar y allí trabajó durante muchos años. Después se mudó a barrio Obrero, donde permaneció por unos seis o siete años, hasta que desembarcó en su residencia definitiva, sobre la calle Marta Schwarz. Empezó a hacerse conocido y todo el pueblo le compraba los zapatos, inclusive conserva algunos clientes hasta ahora.
Mocasines, botas, borcegos… no hay estilo de calzado que se resistan a las manos de Victoriano. Por eso cuando Hugo López, el coordinador del Hogar de Día se enteró de su existencia, no dudó en llamarlo para proponerle la idea de armar el taller. Llevó todas sus máquinas y comenzaron con la producción de calzado. El único compromiso que le pidieron a Victoriano es que les enseñe el oficio a los chicos. Nada más.
Entre los aprendices que tiene en el taller hay algunos chicos de las aldeas guaraníes, que también están muy entusiasmados con el aprendizaje. Pero como en la zapatería se utilizan herramientas que pueden llegar a ser muy peligrosas, por el filo o por las puntas, Victoriano prefiere enseñarles de a uno, para evitar que les ocurra algún accidente. “Y bueno… ahora tengo que agarrar a otro que se plante conmigo ahí para que salga con el mismo oficio”, dice este hombre que a sus 73 años se siente con energía suficiente como para seguir entregando sus conocimientos de un oficio que poco a poco se va perdiendo.
Pero el compromiso de Victoriano va más allá del taller de calzado. La otra vez agarró un trabajo grande y le sobró un poco de dinero. Entonces compró una soldadora eléctrica para el taller de herrería. Hace pocos días Victoriano y sus discípulos entregaron sandalias franciscanas a todos los abuelos del Hogar de Ancianos San Ramón. Victoriano ya no depende más del trabajo de la zapatería y dice que puede gastar todo lo que gana para ayudar a los chicos. Cuando se le pregunta por qué hace eso, contesta que está en su naturaleza. “Siempre fui así, a veces necesitaba más yo y resulta que estaba ayudando a otro… medio que doy lo que no tengo, ya vengo por naturaleza, ¿vio?. Y me siento bien, siento que todos me aprecian. Toda la recompensa que no recibo en dinero, la recibo en afecto, respeto, reconocimiento, porque con la edad que tengo ¿qué más puedo esperar?.
Un oficio que se va perdiendo
Victoriano reconoce que la mayoría de los jóvenes no quieren saber nada con la zapatería. En Puerto Iguazú, inclusive, quedan muy pocos lugares que hagan compostura de calzado. “Sabe lo que pasa, la vez pasada vino un señor y me pidió para llevar a su hijo al taller, un chico que no es del Hogar. El papá quería que su hijo aprendiera. Yo hablé con nuestro jefe y me dijo que no había problema, con tal que tuviera ganas de aprender. Pero el chico no venía, y no venía… entonces una vez me lo encontré a este señor y le pregunté por qué no había ido su hijo, y me dijo: “Sabes qué pasa, todos los otros zapateros que él ve son pobres”, soltó una risa franca y acotó: “El pibe se vio pobre y no quiso saber nada”… (más risas).
Victoriano dice que va a continuar yendo a su taller del Hogar de Día hasta que tenga fuerzas. Ya donó todas sus máquinas (muchas de ellas de altísimo valor), esperando que algún día alguien lo suceda para enseñar a otros.