
El 27 de octubre Eulalia “Ñata” Rivero de Leites cumplió 98 y el mejor regalo fue que su nieto, un apasionado del teatro, llevara a las tablas la historia de su vida. Increíble. Riquísima. Digna de ser contada. La nota sobresaliente fue que el día de la presentación de la obra “La pensión de Ña Florcita”, el director, Juan Manuel Ávalos, llevó a su abuela a presenciar la función y le entregó un ramo de flores.
“Ñata” nació en San Lorenzo, Paraguay, y llegó a Posadas siendo pequeña, a una edad que ni siquiera ella recuerda. Presumiblemente a los doce o trece años. De acuerdo a lo narrado a su nieto, y tal como se presenta en la obra, en su país natal trabajaba en un lugar en el que no se sentía cómoda. Habitualmente iba hasta el puerto de Encarnación y veía que la gente subía a una lancha y se cruzaba de orilla a orilla. Como todos se movían de esa manera, abordó una, a escondidas. No sabía que de un lado era Paraguay y, del otro, Argentina.
La protagonista contó, casi como en una visión mística, que había un hombre que estaba vestido de blanco y la miraba. Ella salía a la proa, lo espiaba y se escondía. De pronto apareció un prefecturiano que le pidió “papeles” y le preguntó con quien viajaba. Este hombre de blanco se dirigió al uniformado diciendo que “no la moleste porque ella está conmigo”. En complicidad, ella alegó que “voy a la casa de mi tía a llevarle algo y vuelvo”, señalando una construcción en medio del caserío que se divisaba desde la embarcación. Cuando bajó de la lancha, la niña buscó al hombre de blanco pero no lo ubicó. Lo recuerda en el tiempo y señala: “Se ve que fue mi ángel guardián”.
Una vez en esta orilla, Eulalia anduvo unos días por la zona del puerto, de la Bajada Vieja, golpeando puerta por puerta ofreciéndose como sirvienta. Mientras, durmió donde pudo y permaneció sin comer durante varios días, al punto de desmayarse de hambre, hasta que en una de las ventanas de una casa que estaba en una esquina, divisó un pedazo de pan. Ese alimento le dio fuerzas para seguir. Por la noche, llegó a una vivienda, golpeó la puerta y entró a pedir trabajo. Pero no se trataba de una casa de familia sino un prostíbulo de la época. De eso se dio cuenta años después, ya de grande. Es que no era común saber qué ocurría puertas adentro, salvo los varones que frecuentaban la zona.
La señora que la atendió -luego supo que era la madama- le dijo: mira acá no es un lugar para chicos, no te podemos ofrecer trabajo, tampoco te podemos dejar dormir. Ella le pidió por favor: no tengo adonde dormir, estuve deambulando y no tengo adonde ir. ¡Sólo por esta noche! Entonces la mujer se apiadó pero le cuestionó qué iba a hacer si venía la policía. Te va a llevar presa y me va a perjudicar a mí, le aclaró. Fue así que la madama escondió a “Ñata” en su pieza, en complicidad con las prostitutas. Vino el comisario, buscó en las habitaciones, encontró a la nena, y la madama salió en su defensa. Mintió al servidor público que se trataba de su sobrina, que la mandó su hermana, y como la había enviado muy tarde no la podía devolver porque era pequeña y la zona no era confiable. Salvó la situación para que pudiera dormir en el prostíbulo pero la conminó a no moverse ni mirar. Pero ella escuchó movimientos durante toda la noche. Hubo baile y peleas. Al otro día se despertó y se despidió de la señora, agradeciéndole el gesto.
Saliendo, encontró a una villena que recorría la zona y llevaba “algo” en la cabeza. La siguió hasta que pudo hablar y contar que venía del Paraguay y que estaba buscando trabajo. La mujer la invitó a seguirla, mientras subía hacia el centro de la ciudad hasta donde debía llevar los encargos. Prometió ayudarla a ofrecerse como doméstica y Eulalia caminó detrás casi como un perrito.
Al poco tiempo empezó como sirvienta hasta que se encontró con una humilde costurera de la villa situada en la parte baja del Parque Paraguayo. La mujer le dijo que no tenía mucho para ofrecerle pero si quería podía ir a vivir a su casilla a cambio de ayudarla con su numerosa prole. Un día la invitó a que la acompañara a un cumpleaños, y hasta le confeccionó un vestido para que luciera en el baile. En esa época se estilaba que si la joven aceptaba bailar con un hombre, no podía rechazar las demás invitaciones durante el resto de la noche a fin que no se ofendieran. Mientras danzaba, veía que un muchacho la miraba desde la ventana, sin ingresar al lugar, y le guiñaba el ojo. Si bien a ella le pareció interesante, hacía que no lo registraba. Al otro día regresó a su trabajo por calle Salta, en casa de un comisario de apellido Calvo, y se dio cuenta que el joven empezó a rondar la zona.

Quería charlar con ella, que se mostraba reacia porque no entendía qué quería ni qué pasaba. Transcurrió el tiempo y él se acercó hasta la casilla y le dijo: te estoy mirando desde hace rato, me gustás, quiero salir con vos. Ella sin dudar, lo invitó a ir hasta el parque. Empezaron a charlar. Y Eulalia se casó con Abelardo Santiago Leites, con quien compartió 46 años de su vida.
El matrimonio era dueño de un comercio de ramos generales en Moritán y Arrechea, conocido como el negocio de Don Leites, uno de los primeros de la época. Empezó como un “cuchitril” de venta de bebidas al copeo y alguna que otra mercadería, que después se fue ampliando.
La “abuela” de Ávalos contó que en los inicios ella tenía que venir hasta la fábrica de hielo de Armelin a comprar las barras de diez o quince kilogramos y llevarlas en la cabeza. Luego las partían y las vendían en cubitos. Además, se levantaba a la 1, hacía fuego con las maderas de las cajas, preparaba empanadas y las vendía en esos lugares de la Bajada Vieja donde se jugaba a las cartas de manera clandestina. Como “amanecían jugando, te sacaban de las manos”. Así fue juntando el dinero y comprando más cosas para el negocio: bolsas de harina, fideos, azúcar, para ir racionando y creciendo.
Hasta la muerte de Don Leites trabajaron en el negocio y eran, si se quiere, los más pudientes de la zona. Se hacían cargo de los chicos de los alrededores. Ella armaba pequeñas bolsas de mercadería y llevaba a la gente necesitada. Era un incentivo social importante, que habrá nacido de vivir al extremo las necesidades, ver en el prójimo lo que ella había vivido y poder compartir lo que podía generar. En los momentos de mitines políticos, iban a hacer campaña y ella se hacía cargo de la zona y decía: acá hace falta esto, esto y lo otro. Por ejemplo, mi comadre cose y necesita una máquina; ésta es planchadora y necesita una plancha, y así gestionaba cosas para la gente más humilde. A los 20 años, ya casada, volvió al Paraguay en busca de su familia. “Como Abelardo era medio mezquino, juntaba la plata de a poquito, le sacaba puchito a puchito y compraba ropa para repartir entre los míos porque eran pobres. Después ya cosía a máquina aunque no sé de donde aprendí”.
Entre las numerosas anécdotas, contó que le encantaba ir a bailar al Parque Japonés. “Le engañaba a mi marido. Le decía que me iba a la iglesia y él me respondía: vení pronto nomás. Y con una conocida íbamos derecho al Parque. Un día ya era tarde y fue a buscarme al Parque. Yo estaba bailando con Cristóbal, que era nuestro vecino. Me vio desde la costa del muro y me preguntó ¿acá era la iglesia?! Era joven y me gustaba bailar”, se justificó.

Cuando sus familiares le preguntan qué iba a ser si sabía leer y escribir. Su respuesta espontánea es: abogada.
Ávalos se dedica a la actuación desde 2001 y es técnico en Atención Primaria de la Salud. El año pasado fue convocado por el Grupo de Teatro Reviviendo, de la Peña Itapúa, para trabajar la obra “Agarrensen de los pelos”, que ellos mismos escribieron. “Terminé de darle forma y la presentamos.
Trabajamos en taller y la temática de este año fue técnicas de improvisación. Íbamos eligiendo temas e improvisando sobre esas historias. La que más graciosa o divertida nos pareció fue la historia del puerto, de la Bajada Vieja, que ellos también vivieron porque el grupo se compone por gente de la tercera edad”. Esa temática les pareció divertida y en base a eso “me puse a escribir. Y qué mejor que traer a la memoria los recuerdos de una persona viva con la que compartí durante la infancia esas historias de tardes de tereré en pava, con hielo y limonada. A esas historias las escuché 50 veces. Como son divertidas siempre reitera y siempre hay como un costado nuevo que no estaba en la anterior y siempre resulta gracioso. Y la característica de la abuela es que es muy histriónica. Mientras contaba las historias también actuaba, entonces “quedábamos como obnubilados con su relato. En base a eso, dije voy a contar la historia de mi abuela que, básicamente, tiene que ver con eso”.
El plus que tuvo esa primera presentación era llevarla para que vea si de alguna manera se representaba su historia. Salió encantada y no paraba de decir que estuvo muy bien lo que hice. Que así como ella vio, así era. Volvió contenta. Y estaba encantada de la vida que la gente se acercara para tomar fotografías y saludarla. A pesar que es cómica, la obra resultó muy emotiva. La característica es que en el proceso de elaboración de escritura de la obra -no soy dramaturgo-, lo hice de comedido porque me pareció interesante. “Ñata” salió de la Peña Itapúa, orgullosa, y con una sonrisa “maravillosa”. Aseguró que “me gustó. Estaba linda. Así era como le conté a mi nieto”.
