Viajar era una idea que siempre estuvo latente en Eugenia Benítez (33), una joven nacida en City Bell, provincia de Buenos Aires, pero que vivió en Leandro N. Alem desde muy pequeña. Hace cuatro años decidió pasar su cumpleaños en un lugar distinto y voló hacia Brasil, donde encontró en Morro de São Paulo un terruño que la cautivó. Y allí se quedó. Y desde allí, feliz, proyecta su vida.
Estudiaba Licenciatura en Trabajo Social en la Facultad de Humanidades cuando su propósito empezó a tomar fuerza. “Me gustaba la carrera pero también tenía esas ideas, cuando se te va abriendo la cabeza, de decir, quiero viajar, quiero conocer”. Como muchos misioneros, tenía posibilidades de veranear en las playas del país vecino y “cuando veníamos con mi familia decía no me alcanzan diez o quince días. Era como poco, y tenía ese sueño de vivir cerca del mar”.
Mientras cursaba en Posadas y como “adora” cocinar, hizo un curso de gastronomía en el IGA. Dejó de la lado la carrera universitaria y con esos conocimientos partió hacia Puerto Iguazú porque entendía que por la calidad de ciudad turística tendría más posibilidades laborales en el rubro.
“Nunca había trabajado en una cocina. Estudiar es una cosa y trabajar para lo que estudiaste es algo totalmente diferente. Cuando comencé, me gustó mucho. En el restaurante Doña María, de Puerto Iguazú, tuve como jefe a Iñaki, un español del que ahora soy muy amiga. Fue como que me abrió un poco más la cabeza al contarme que trabajó en Francia, en Italia. Y mientras lo escuchaba, decía para mis adentros, quiero irme, quiero conocer”, manifestó, quien se define como una persona inquieta, capaz de hacer varias cosas al mismo tiempo.
Mientras esto ocurría, “era como que el lugar donde estaba no me satisfacía, sentía que quería algo más. Cumplo años el 15 de septiembre y decidí pasar en otro lugar”.
Recordó que mientras estudiaba pintura, decía a sus compañeras: “me quiero ir, quiero conocer otro lugar. Y empezar por Brasil era una posibilidad porque así me familiarizaba primero con la gastronomía brasilera, después de otro lugar, así iría viajando y, de paso, conociendo el mundo”. Y salió a averiguar ver el costo de un pasaje “para irme a algún lugar. Rio de Janeiro me daba un poco de miedo, me parecía una ciudad extremadamente grande, entonces me compré un boleto de ida a Salvador de Bahía porque el cartel que vi ilustraba a Pelourinho, que es el centro antiguo, y era muy parecido a mi cuadro de casitas que había hecho la semana anterior. Me dije: ahí quiero ir”. Era el 10 de septiembre, faltaban cinco días para su cumpleaños. En breve cumplirá cuatro años de permanencia en el Morro de São Paulo, “sumamente feliz y contenta por la decisión tomada”.
El propósito era llegar a Salvador de Bahía, una mega ciudad si se compara con Leandro N. Alem, “que era el lugar donde crecí. Estaba acostumbrada a otra cosa, a una vida muchísimo más tranquila”, contó. Y agregó que a su familia es algo que costó bastante entenderlo. “Decían que estaba loca. Pensaban que iba a ver como era y volvía… y no regresé. Cuando llegue a Salvador, me gustó la ciudad pero me dio un poco de miedo. Era como muy imponente. Entonces una amiga que había visitado la ciudad me aconsejó: fijate que en frente hay una isla en la que hay muchos argentinos, es linda, te va a encantar”. Al segundo día de permanencia, cruzó. Y se enamoró. “Es un lugar único, es especial, es un lugar al que todo el mundo vuelve porque le gusta, porque es distinto”, describió Benítez.
La isla dista a unos 60 kilómetros de Salvador de Bahía, que es como el punto de referencia, donde llegan los aviones, donde vienen los turistas. Para ingresar al Morro es necesario embarcar en un catamarán, en un viaje dura un poco más de dos horas. Estás la posibilidad de una travesía “semiterrestre, que es para la gente que sufre de mareos: te tomás un barco, después un bus y, finalmente, una lancha rápida, cuyo trayecto demora unas cuatro horas. Esas son las dos formas de llegar, además de avioneta que es extremadamente caro”, confió.
Cocinar, bailando
Destacó la alegría que tiene el brasileño, que vive de una forma muchísimo más tranquila, “al menos acá. Todo el tiempo actúa como con paciencia, feliz. Trabajé en lugares donde cocinaban bailado, riendo, de una forma divertida. Para nosotros los trabajos son como más estructurados. Quebré muchísimas estructuras viviendo en este lugar. No sabía hablar portugués. Pero una va aprendiendo, se va acostumbrando, la verdad que desde que llegué, desde el primer día fue todo absolutamente positivo y lindo. No estoy arrepentida para nada de haber cambiado eso”.
Comentó que la isla es diferente porque “no hay autos, las calles son de arena y todo se transporta en carretilla. Entonces no hay esa aglomeración que existe en otros lugares, es un lugar muy chico, pasan cosas pero no hay violencia, camino sin miedo. Vengo a mi casa a las 4 con la seguridad que no me va a pasar nada, dejo las cosas en la playa para ingresar al mar y sé que no me las van a robar”.
Trabaja desde hace tres años en el restaurante Toca do Morcego, uno de los principales de la isla.
“Es el local más famoso de Morro de São Paulo, un lugar donde se paga un ingreso porque su posición privilegiada permite disfrutar de la puesta de sol desde un lugar único, a 60 metros del nivel del mar. Es hermoso”, acotó. Desde que llegó se desempeña en el mismo lugar, con dueños mendocinos, que “me trataron siempre muy bien. Pude viajar con frecuencia a mi casa, porque en el trabajo me daban esa posibilidad. Hacía horas extras y me iba. De esa manera también pude pasar la Navidad en Misiones”.
El lugar donde trabaja se mueve durante todo el año y en invierno descansa por dos o tres meses porque es época de lluvias. “Si bien viene el turismo, se dificulta el trabajo por la humedad. Siempre tenemos esos meses de descanso y en ese lapso fue que conocí otros lugares”. Desde ese espacio estratégico, ubicado en el extremo noreste de la isla brasileña de Tinharé, en el océano Atlántico, pudo realizar varios viajes. A Perú, Bolivia, Ecuador, navegó por el Amazonas durante 14 días, lo que fue “terriblemente hermoso porque pude conocer una realidad totalmente diferente. Hay pueblos que están conectados solamente por el río”.
“Es como que siempre doy un paso más, conozco algo más. Tengo la ayuda de mucha gente, de amigos, de mi familia, que es mi pilar fundamental, que entendió que me gusta el lugar y vino a conocerlo. Ahora ve las cosas de otra manera. Al principio era como raro y difícil y ahora les gusta que esté acá porque lo entendieron, que es el lugar que elegí. No pienso volver por ahora. Me encanta visitar a mi familia pero hoy estoy eligiendo vivir acá. Estoy muchísimo más tranquila”, reseñó, quien acaba de regresar de una gira por tres meses por países europeos.
En la isla tiene grupos de amigos argentinos residentes, por lo que los mates y los asados en la playa son moneda corriente. “Se vive todo el tiempo de ojotas entonces es como más libre, más simple, como haciendo playa todo el tiempo. Recientemente conocí España, Francia, Italia, Marruecos, gracias a la ayuda de mis padres y de una amiga de la facultad. Conocí mucho de la gastronomía, otras formas de vida, y siempre sigo pensando en volver a viajar de nuevo. El mundo es muy grande y la vida es muy corta entonces hay que aprovechar todo mientras se pueda”, reflexionó la joven.
Pero lo que más extraña es a su familia (sus padres: Susana y Lito; su hermana Laura y sobrino Augusto), a sus amigos y el asado de los domingos “que hace mi papá. Mi sobrino es como que me movilizó mucho, hablo y lo veo todos los días. Es difícil estar lejos y cada vez que volvés ves a tus padres más grandes, notás los cambios, a los chicos que crecen. Siento que estoy siempre en el mismo lugar, como que no envejezco y cuando llego, choco con la realidad que el tiempo estuvo pasando. Pero siempre encontramos un momento para estar juntos, en familia. Cuando voy disfruto muchísimo, trato de visitar a todos, de compartir”. Admitió que aprendió a ser “mucho mas agradecida, a decir yo merezco lo que me está pasando porque creo que es una de las sensaciones mas difíciles. Este último viaje viví muchísimas cosas diferentes, sensaciones, todas positivas, pero todo el tiempo estaba presente esa sensación de agradecimiento, de decir, yo merezco, merezco que me estén pasando estas cosas buenas, merezco que esta gente me ayude, este viaje lo merezco porque tenía que ser para mí”.
“Aprendo todos los días, desde la gastronomía, desde mis amigos, desde lo que me enseñan, desde el día a día en el lugar, desde una cultura totalmente diferente a la nuestra, desde un idioma diferente. Aprendo todo. Me siento feliz, realizada y orgullosa de mí. Es una sensación difícil de encontrar en la vida”, sintetizó.