Ana María Bojko y su hijo, Leonardo Rywaka Bojko, llevan en sus genes la pasión por la fotografía, y si bien ya no la ejercen como una profesión, nunca falta oportunidad para buscar el mejor ángulo y tomar la mejor imagen. Ese entusiasmo se lo deben al abuelo de Ana María, Teodosio Bojko, un ucraniano que llegó a la Argentina en 1936, en un barco de bandera polaca. Enseguida, comenzó a trabajar en Ferrocarriles Argentinos y por insistencia de un amigo de Margarita (Santa Fe), estudió fotografía en Kodak Argentina. Se recibió en 1938, dos años después de haber emigrado, y al poco tiempo llegó hasta Oberá, donde se asentó y echó raíces profundas. Fue por recomendación de otro amigo que le dijo que había tierras en Misiones, “es colorada y el resto es verde”, le había manifestado.
Cuando pisó a la Capital del Monte, el pueblo tenía solamente una dependencia policial, y en la esquina de Sarmiento y Buenos Aires se iniciaba la construcción de Casa Morchio, donde conoció a Don Francisco Morchio. Fue hasta el destacamento, se presentó y dijo que venía de Europa, que había estado en Buenos Aires, que había ganado un dinero trabajando en Ferrocarriles Argentinos y que quería comprar unas tierras y asentarse aquí. Les confió que era fotógrafo de profesión y que tenía tres años de medicina que, si había que curar o ayudar a alguien o si había un hospital, no tendría problemas de colaborar. “El comisario Cáceres le ayudó a conseguir el terreno en el que todavía vive mi mamá, que después se convirtió en la famosa esquina de Foto Luz, en Tucumán y Estanislao del Campo. Compró dos parcelas a Lichoski, ucraniano como él. Aunque sabía bastante el castellano, se seguían manejando con el idioma con el que se entendían. Decían ‘nuestra gente’ o ‘me encontré con alguien de mi gente’. Hicieron un boleto compra-venta, los escribanos venían desde Posadas y tardaban porque se sentaban a escribir a mano, pero formalizó su compra”.
Bojko llegó cuando la Tucumán era un trillo y el agua corría por toda la avenida a raíz de las vertientes que salían arriba, en la esquina en la que había comprado el terreno, donde aún existe uno de los mojones porque es cerne. “Cuando vino, acá no había ningún otro fotógrafo. Si viviría, tendría 108 años”, acotó la mujer.
Como era soltero se hizo un ranchito donde tenía lo necesario para vivir. Y como recorría las colonias de a caballo, llevando sobre los hombros el equipo de fotografía que trajo de Buenos Aires, el vecino “Polí” Chemes con otra familia de apellido Ferreyra, le dijeron: “Cuando salís por dos o tres días te cuidamos tu casita”. Teodosio sacaba fotografías sin intención de obtener ganancias.
Retrataba momentos, personas, y a familias enteras que no estaban en condiciones de pagarle. Muchas veces le daban a cambio, un chancho, una gallina y mandioca para sobrevivir. Donde más ganaba era en las colonias porque fotografiaba a toda la familia. Llevaba una sábana blanca o pedía el género a las mujeres, lo colgaba en algún lugar de la casa para poder sacar la famosa foto documento. “La mayoría de los europeos no tenían documento, venían con su pasaporte pero acá tenían que completar la documentación. Era uno de los primeros que les insistía, sobre todo donde había niños, que hicieran los documentos para que pudieran ir a las escuelas. Si bien las escuelas estaban lejos, decía que los chicos tenían que asistir a clases. Era muy de que los chicos tenían que estudiar así como a él le hicieron estudiar sus padres en Europa.
Venía con esa conciencia, con esa enseñanza. Si bien iba de a caballo, empezó a abrir trillos con la foiza, entonces decía que caminaba más que el caballo porque tenía que ir abriendo picadas para poder cruzar”, narraron sus descendientes. El mismo protagonista de la historia contaba que para cruzar el arroyo era complicado porque el caballo sólo cruzaba ciertos cauces. Entonces lo dejaba atado con soga larga del otro lado y cruzaba nadando. Siempre decía que “si hubo algo bueno que me enseñó papá (Felipe), era a nadar en un río profundo y de agua helada, con apenas siete años.
Su mamá se sentada al borde del río y lloraba porque decía que iba a perder a su hijo. A nosotros nos tiraba al agua de pequeños y nos decía que teníamos que flotar”, acotó entre risas.
“En ese entonces la fotografía era carísima, y él la regalaba, a pesar que tenía que viajar a Buenos Aires en busca de químicos y papeles”, recordó Ana María, quien aún guarda su primera reveladora.
“Es una caja que armó él. La inventó con vidrios de colores para poder revelar las fotos. Buscaba fuentes de loza o cerámica para que el veneno no se petrifique, no chupe y no contamine otras cosas, porque lo hacía dentro de su casa. Tengo un problema de salud por culpa de los reveladores, al hiposulfito de sodio, metanol, metanol con sódico, que ni a él ni a mi padre no los afecto”, agregó.
El abuelo revelaba las fotos y “eso volvió loca a la gente de Oberá”. En Villa Svea, que era el asentamiento más grande de los suecos, se conocía con los Kallsten, los Linström, y se hicieron amigos. Lo invitaban a comer, a las reuniones de sus iglesias y él llevaba la cámara adónde iba. Nunca dejó en la casa su herramienta de trabajo.
Según Ana María, su mamá le contó que “yo tenía tres o cuatro años cuando sacaba fotos a mis compañeritos de primer grado. Empecé con una máquina 110 que era chatita, ancha, y llevaba el rollo con dos patitas de plástico. Mi papa se reía pero después revelaba y las fotos estaban bien sacadas”. Y lo que comenzó como un juego se convirtió en un trabajo sumamente serio. A los 17 años se recibió de fotógrafa profesional también en Kodak Argentina, como su abuelo, después de haber hecho tres cursos de diez días cada uno. “Dos de los viajes los hice en avión y en una ocasión fui a rendir acompañada por el abuelo. Mi papá fue el único representante de Kodak en Oberá, y cuando el dejó, quedó solo Bezus que estaba en Posadas”, recordó.
La primera foto a Ana María fue tomada en coincidencia con los días de la primera nevada en Oberá, se duró una semana. El 20 de agosto de 1965 se produjo el fenómeno meteorológico y su nieta nació el 23. “Sacó a mi mamá con la panza cuando iba hacia el hospital, y a mi, cuando volvía a casa recién nacida. Todas las plazas estaban cubiertas, la cooperativa agrícola totalmente de blanco.
Según mi familia hubo cinco metros de nieve en la mañana del primer día que nevó más fuerte, que fue el 21. Casi no podían salir de sus casas. Había gente que no tenía cocina a leña entonces mi abuelo preparó tambores de 20 litros tipo fogoneros para que pongan carbón y se calienten”, contó la principal protagonista.
El primer encargo y solita
Al primer evento que acompañó a su abuelo fue cuando Teodosio ya había dejado de sacar fotos. “Se había producido un accidente y me enseñó cómo sacar para un seguro. De frente, de perfil, de atrás, de costado, de a uno, y los dos autos juntos”. Y cuando tenía 12 años, su papá le aconsejó que se vistiera bien, con tacos altos, y “preparó un equipo Nikkormat con una cámara nueva y batería de 12 voltios, que se preparaban con ácido” porque “iba a trabajar sola por primera vez”, en un casamiento “chiquito” que se celebraba en la iglesia Ortodoxa Rusa de Florentino Ameghino. “Me vino a buscar Klimczuk, y afortunadamente el que casaba era el cura Jorge Sánchez, que me conocía de chica y que me dijo: no te preocupes, todo te va a salir bien”, señaló.
“Decía por dentro, yo no voy a poder con todo el ritual. En esa época el flash no reaccionaba una foto detrás de la otra. Y la máquina cargábamos a rotativo. Había que disparar de a una foto. Antes era sacar la nitidez con la vista, que no te salga movida la foto de los anillos, por ejemplo. Hoy con la digital hago lo que quiero”, indicó al rememorar el nerviosismo de ese momento. Y sacó su primer casamiento. No había fotos repetidas porque tenía miedo de malgastar.
“Se mandaron a revelar a Kodak Color porque papá trabajaba con ellos. Llegaron las fotos. Teníamos un mostrador que medía siete metros y sobre el que papá puso todas las fotos que eran más de 90. Me dijo: ninguna está para tirar, te felicito, a partir de hoy tenes el 30% de las fotos que vos saques”.
A la antigua
La mujer confió que el flash con antimonio era para que explote. “Ponían la valvulita y cuando mi abuelo estiraba el tirón de la tira, que era de acero inoxidable o material quirúrgico, accionaba el antimonio para que le de la luz. Ponían el trapo para que no le perjudique la vista, y que salga la luz necesaria para la foto, hasta donde tomaba”, explicó Ana María. Teodosio y Antonio tenían un salón grande para tomar las imágenes, con cortinas o telones porque “cuando estudiabas fotografía te enseñaban a hacer sombrillas, fondos, paneles, cortinados”. Como había que esperar media hora “para que eso caliente”, les decían a los clientes se pasaran al espejo para peinarse, ponerse una corbata o algún traje a medida para quienes no lo tuvieran. En un costado, había un vaso con agua, un peine y gomina, en una mesita que confeccionó Teodosio, que “era muy hacendoso” y también hacía sillas torneadas a mano para el negocio.
Un día vino un amigo suyo y en óleo pintaron una especie de telar en tres patas de madera que inventó y lo podía correr de un lado a otro. Un fondo tenía a la iglesia San Antonio -antes que se quemara- para cuando venían a sacarse fotos de comunión o bautismo, y otro, un santuario para los que se casaban. Había banquitos, sillitas altas con respaldo para los bebés, porque en esa época -quienes tienen 60 años lo recordarán- ponían a los bebés boca bajo, para fotografiarlos desnudos.
“Esas eran las fotos más artísticas de Oberá. Y mi papa tenía una vidriera donde las exhibía los fines de semana, con unas luces. Todos se concentraban en la esquina para verlas”.
El otro fin de semana era el turno de las fotos artísticas de las chicas de Oberá sentadas en una mesita con las manos en la cara, sosteniendo el cachete, otras con peinados raros, rodetes, batidos, con cambios de ropa.
Después estaban las fotos del retoque para las que usaban lápices con punteras y minas, que trajo de buenos Aires y que representaba una innovación en la fotografía. “Era retocar el negativo antes de llevar a la ampliadora antes de revelar. Era una belleza porque te sacaba un lunar o te lo agregaba, te sacaba bigotes, te ensanchaba las cejas, los mechones, las cicatrices. Eran fotos blanco y negro y sepia”, reseñó.
Está en la sangre
Leonardo Rywaka Bojko no llegó a conocer a su bisabuelo pero sí a su abuelo Antonio. Había tenido complicaciones en su salud por lo que “no pudo enseñarme mucho, o no pude disfrutar de esa posibilidad de acompañarlo a sacar fotos. Cuando tenía unos 10 años, estaba por hacer un viaje a Buenos Aires con mi colegio y fui a contale. Entonces mandó a mi abuela que fuera a la casa de fotografía (Foto Luz) que todavía estaba abierta (seguían sacando y revelando fotos carnet y vendiendo rollos, accesorios y cámaras) a buscar la primera cámara Kodak, ideal para que los niños aprendan a sacar. Era común, sencilla, de plástico, liviana, fácil de manejar, con un flash automático integrado a la cámara. Me enseñó cómo se mira, cómo se obtura, cómo se encuadra, cómo sacar una de medio cuerpo para no cortar mal, cómo no cortar cabezas o pies, fotos de paisajes, y no velar el rollo a la hora de cambiarlo. Me dio los juegos de rollos para que este preparado para sacar muchas fotos”. Al volver, se ocupó de revisar los negativos antes de mandar a revelarlos, “y me marcó las que no estaban bien logradas. Ahí comenzó mi conocimiento y mi relación con la fotografía”.
Leonardo no se considera fotógrafo. Asegura que “es un hobbie porque mi abuelo me enseñó a enfocar, a hacer las tomas. Creo que está en la sangre. Hasta mi mamá, son tres generaciones que ejercieron la profesión. No voy a olvidar que cada evento que teníamos en la iglesia, cumpleaños familiares, de amistades, casamientos, por más que mamá ya no ejercía la fotografía llevaba un bolsito de cuero con su cámara y baterías recargadas y sacaba las fotos de los eventos”.