Por: Sergio Dalmau
Dentro de aproximadamente cuarenta días volveremos a vivir en Argentina un traspaso de mando presidencial. Una vez más, cuando el nuevo mandatario se coloque la banda, comenzará un gobierno, que en principio, promete acciones totalmente contrarias a las que llevó a cabo quien será su antecesor.
Así lo decidió el electorado, un 48,10% le otorgó el triunfo a Alberto Fernández en primera vuelta y sentenció que Mauricio Macri -que obtuvo algo más del 40%- se convierta en el primer presidente que no logró la reelección.
Ese triunfo, que si bien fue claro, no resultó ser arrollador y deja en evidencia que la tan famosa grieta no sólo no se cerró, sino que hoy es más amplia que hace cuatro años.
Resulta evidente que la derrota de Macri responde a los errores de su gestión y a la dura realidad económica. El nivel de pobreza, los tarifazos, los miles de despidos, la precarización laboral, la fuerte devaluación, el desempleo, la caída del consumo y la inflación que nunca logró controlar, son sólo algunas de las cosas por las cuales se le pasó factura en las urnas. El pueblo no le renovó el crédito a un mandatario que no cumplió ninguna de las promesas que lo llevaron a la Casa Rosada en 2015.
En tal sentido, el enojo del electorado hizo que ahora el voto castigo fuera para él y que las esperanzas de un futuro mejor estén depositadas, una vez más, en el peronismo. Hoy quienes tienen la solución son, en gran parte, los mismos que fueron castigados hace cuatro años. Quienes en su momento fueron echados, recibieron el espaldarazo necesario para volver a tomar el mando e intentar sacarnos de esta crisis.
Cabe aclarar que si bien el ganador resultó ser el Frente de Todos, un gran armado político que incluyó a varios sectores, la puja estuvo puesta en cruces personalistas. La presencia de Cristina Fernández de Kirchner, expresidenta, actual senadora y vicepresidenta electa equiparó toda la atención y la disputa volvió a ser Macri o Cristina. Enfrentamiento que en gran medida fue fogoneado por el oficialismo que, ante la falta de resultados, decidió basar la campaña en “nosotros o ellos”, “la República o la corrupción”.
En cierta medida esa estrategia funcionó y Macri mejoró su performance electoral. Aunque no le alcanzó para forzar un ballotage, comparando con el resultado de las PASO, la diferencia con los Fernández se redujo a la mitad y de acuerdo a las elecciones del último domingo, pese a todas las consecuencias de su gestión, el Gobierno se retira con un decoroso 40%. Lejos, muy lejos quedaron todos los otros candidatos que quisieron ir por fuera de la grieta y terminaron siendo víctimas de la polarización.
Esto demuestra que en cierto punto convertimos a nuestra política en un Boca-River y lamentablemente mientras permanezca y se siga impulsando esa división entre pares, será difícil construir un proyecto de país. De nada sirven las propuestas, los planes económicos, si todo pareciera convertirse en un blanco o negro. Hace por lo menos cinco años que ese enfrentamiento es tema de agenda y es eje central en la campaña electoral. Prometen cerrar la grieta y cada vez la agrandan más.
Ese nivel de enfrentamientos nos lleva a desprestigiar al que piensa distinto, ya sea un compañero o hasta un familiar. Si no ganó el que queríamos deslegitimamos el resultado y pareciera que desconocemos la institucionalidad. Porque ese que ganó “no es ni será mi Presidente”. Si ayer fui oficialismo ahora me convierto en oposición sin escuchar, si quiera, al que tengo en frente y así continúa el círculo vicioso de nunca acabar. Se pierde el diálogo y sin él, no se puede construir nada.
Pese a todo, quiero ilusionarme con que lo expuesto puede empezar a cambiar. Tomará mucho tiempo, pero por algo hay que empezar. El lunes pasado, doce horas después de que se publicaran los resultados, el país vivió una situación inédita. Si bien debería ser algo común, por primera vez dos Presidentes, el electo y el que está en funciones, se dieron la mano y hablaron de transición. Un acto de madurez que quizás pueda ser un primer paso para cerrar la grieta.
Que el trabajo en conjunto que van a llevar adelante los dos equipos hasta el 10 de diciembre, sirva para construir un esquema de trabajo a futuro, donde a partir de las diferencias y el respeto comiencen a cambiar la realidad del país. Dejemos de lado los agravios y por primera vez tiremos todos del carro.
Cuándo el pueblo comienza a gritar
Debemos mirar a los costados para entender dónde estamos parados y saber a dónde no queremos llegar. Todavía estamos a tiempo.
Mientras Argentina celebra “la fiesta de la democracia” -término más utilizado en los discursos poselectorales-, del otro lado de la cordillera hay un pueblo que pide a gritos cambios estructurales para una vida mejor y nuestros vecinos del norte colmaron las calles desconociendo el resultado de las elecciones tras un polémico recuento de votos.
Los chilenos se levantaron para decir basta a años de políticas económicas que no hicieron más que agrandar la desigualdad social. Masivas movilizaciones, decenas de muertos, cientos de heridos, miles de detenidos y personas desaparecidas, son el triste balance de una crisis política que estalló y promete no parar hasta que se implementen medidas que impulsen un cambio económico de raíz.
El estallido social sorprendió a un Chile que se mostraba ordenado, un país modelo dentro de una región con serios problemas económicos. A pesar de que la pobreza se ubica en torno al 10%, la inflación es de 2% anual y tiene un PBI per cápita que supera los 15 mil dólares, la población es víctima de una fuerte grieta social que divide las clases y deja cada vez más lejos a los que están fuera del sistema.
Un aumento de 30 pesos en el boleto del Metro –subte- fue la gota que rebalsó el vaso e hizo estallar, en principio, a los estudiantes y después a la población en general; dado que el trabajador de clase media no puede acceder a la universidad y tampoco accede a la salud.
El gran problema es la distribución de la riqueza. Según datos del 2017, el 50% de los hogares de menores ingresos, concentraba el 2,1% de la riqueza neta del país; el 10% concentraba un 66,5% del total y el 1% más acaudalado tenía en su poder el 26,5% del PBI. Esa brecha se sintió siempre y fue naturalizada durante mucho tiempo, pero ahora se deja ver.
El enojo, cuando estalla, es difícil de aplacar. No lo frenan los toques de queda, los Estado de sitio ni la represión impulsada por un presidente como Sebastián Piñera, quien le declara la guerra a su propio pueblo. La gente está dispuesta a todo para que se impulsen las reformas y no se conforma con un cambio de Gabinete, impulsa algo más profundo, casi tan profundo como la grieta entre pobres y ricos a la que fueron sometidos. De ahora en más y tomando las palabras de Cecilia Morel, primera dama chilena, para calmar al pueblo- “tendrán que compartir los privilegios”.
Por otra parte, así como Argentina inició un nuevo proceso de transición y Chile pelea por modificaciones en su Constitución, Bolivia también está sumido en una crisis institucional que divide a la población por la disputa presidencial que empezó mal y llegó a un desenlace plagado de polémicas.
La división comenzó en febrero de 2016 cuándo mediante artilugios y su poderío en las urnas, Evo Morales decidió impulsar un referéndum para que la ciudadanía decida si el mandatario podía buscar un cuarto mandato. Sorpresivamente, esa resultó ser la primera derrota electoral del líder de izquierda que lleva más de trece años en el poder y se convirtió en el boliviano que más tiempo gobernó el país.
Pese a esto, el oficialismo trabajó durante dos años y con el aval del Tribunal Electoral, Evo quien había prometido varias veces alejarse de la política, pudo volver a presentarse en las elecciones, enfrentando al expresidente Carlos Meza.
La desgastada imagen de Morales hacía prever un escenario de segunda vuelta. Si bien los números económicos de su gestión lo respaldan, la intención de perpetuarse en el poder no convencía al electorado y hacía crecer en intención de votos al opositor Meza. Con una ley electoral parecida a la nuestra, para evitar la segunda vuelta, Evo necesitaba sacar más del 40% de los votos y diez puntos de ventaja sobre su rival; algo que hasta la noche del domingo, no estaba consiguiendo.
Con 83% de los votos escrutados, Morales obtenía el 45% frente al 38% alcanzado por Meza, cuando sin explicación, el conteo se detuvo. Los bolivianos se fueron a dormir sin una definición y aumentó la tensión política mediante las denuncias de fraude.
Ante la presión internacional y los reclamos de la sociedad, el conteo siguió y 24 horas después el actual mandatario se alzó con la victoria en primera vuelta. Los márgenes son escasos, son décimas que le otorgan a Evo Morales un cuarto mandato, generando un escándalo, que por ahora nadie sabe hasta dónde puede llegar.
La oposición reclama el ballotage y denuncia el fraude, el Gobierno cita a organismos internacionales para que realicen una auditoría y legitimen su victoria. En el medio quedó la gente, están los que celebran la victoria y quienes rechazan el resultado. En el horizonte quedó un proceso manchado que puede generar graves consecuencias en el corto plazo.
Por momentos pareciera que los políticos y las instituciones se olvidaron del pueblo y dejaron de respetarlo. Muchas veces el mal funcionamiento y las decisiones de quienes gobiernan, hacen que la paciencia del pueblo disminuya y que las buenas relaciones entre éste y los que gobiernan prendan de un hilo; pero ¡atención!, si este hilo se rompe, la grieta se profundiza y puede causar una ruptura irreconciliable.