Silencio… son casi las 20 del domingo. El cielo sigue despejado como casi toda la semana, pero las luces artificiales disimulan lo que aún hoy nos parece increíble. Observamos por las ventanas y de tanto en tanto algún vehículo rompe con la quietud, pero no hay nada más. Lo que prevalece es el silencio. Como pocas veces en la semana, el domingo es cuando sentimos sin sutilezas el peso de la cuarentena del odioso, pero vital aislamiento.
Despertar de la siesta o por las mañanas nos pone frente a verdades insospechadas. Volvemos a ser conscientes de la “novedad” del encierro. Seguimos aislados y aquello que antes queríamos hacer, pero nos negábamos por falta de tiempo o impulsos, ahora es imposible por la cuarentena misma.
De pronto se nos presentan tediosas las verdades indecibles, los arrepentimientos, las promesas de avanzar apenas se nos presente la oportunidad. Es curioso ese impulso permanente de intentar hacer lo que postergamos sólo cuando ya no podemos ¿Será acaso a estas alturas de la historia de la humanidad una condición justamente humana?
Décadas atrás el psiquiatra y filósofo alemán Karl Jasper ofrecía perspectiva útil para los tiempos que corren. “Estamos siempre en situaciones. Las situaciones cambian, las ocasiones se suceden.
Si no se aprovechan, no vuelven más. Puedo trabajar por hacer que cambie la situación. Pero hay situaciones que son, por su esencia, permanentes aún cuando se altere su apariencia momentánea: no puedo menos de morir, ni de padecer, ni de luchar; estoy sometido al azar; me hundo inevitablemente en la culpa. A estas situaciones fundamentales de nuestra existencia las llamamos situaciones límites.
Quiere decir que son situaciones de las que no podemos salir y que no podemos alterar. La conciencia de estas situaciones límites es, después del asombro y de la duda, el origen, más profundo aún, de la Filosofía”. Ya en 1950 Jaspers nos hablaba de nosotros mismos en una cuarentena, aunque quizás jamás imaginó que su principio existencial se aplicaría en un evento de magnitudes como las actuales.
El mundo ya había dejado atrás otra sangrienta guerra mundial. Era hora de aprender de los errores, de avanzar, de cambiar los paradigmas. El sistema internacional hoy, sin embargo, navega las mismas aguas bajo los mismos grises cielos. Las guerras cambiaron sus formas, pero los eventos nos enfrentan tal y como cuando el filósofo alemán ofrecía su perspectiva. Los modelos políticos y económicos que nos rigen se aplican a nuestras propias vidas. Construimos nuestras convicciones en oposición al otro, la premisa es diferenciarse, pero al fin y al cabo todo es lo mismo.
Jaspers postulaba que el ser deberá intentar trascender las situaciones límites a través del ejercicio de su libertad, realizando así la “posible existencia” que hay en él. En otras palabras nos hablaba de la necesidad de intentar, de cambiar el eje y el enfoque, de abordar la vida con nuevos modelos de pensamiento.
Pero aquí estamos, siendo exactamente los mismos que antes de la cuarentena, prometiéndonos firmemente, sin embargo, ser distintos al final de la misma. Y lo cierto es que este aislamiento no es diferente al que nos sometemos a diario cuando enfrascamos nuestros pensamientos y esfuerzos en el trabajo, en las obligaciones y los sacrificios cotidianos. Entre ese encierro mental y este que es geográfico hay una cruel semejanza.
Vivimos nuestras vidas apegados a las cosas, a lo consuetudinario, a lo que hay que hacer. A la necesidad de acumular, de tener, de edificar nuestras personalidades en base al contexto que construimos para nosotros y para nuestros afectos. Abundan los microclimas, lo socialmente aceptado. El apego a las apariencias es brutal, innegable. Incluso las relaciones se van edificando en ese sentido.
Y cada vez que se nos presentan situaciones límites que nos ponen ante la posibilidad de romper con el paradigma del contexto, preferimos mirar hacia adentro y dejar todo tal y como estaba, seguir en la eterna cuarentena, continuar con la agonía existencial esperando mejores tiempos. Apegarnos sin condiciones a lo que conocemos y nos parece seguro.
Vivimos en el mientras tanto, con las miradas siempre puestas en el mañana. Sufrimos esta cuarentena con la promesa de hacer de todo cuando termine. Mientras tanto ciframos las expectativas en los nuevos anuncios gubernamentales porque, una vez más, confiamos en los gobiernos y sus capacidades de ofrecernos siempre lo menos peor.
Aceptamos pasivamente los recortes y la pérdida de posibilidades. Al fin y al cabo, que nos vaya menos mal que a los otros es mejor. Al menos es lo que nos hicieron creer durante todos estos años, más allá de los colores y las ideologías políticas.
Olvidamos que el encierro mismo es una oportunidad para trascender, para cambiar y llegar al final del aislamiento distintos, mejores, con práctica… que no sea ese el punto de partida, sino parte de un camino que iniciamos cuando todo comenzó allá, por ejemplo, un domingo o un miércoles de marzo de 2020.
La premisa en este caso es que todo cambie lo menos posible para cada uno de nosotros. Ser menos pobres, mantener nuestras riquezas, apegarnos a lo que nos rodea en ese encierro geográfico que conforma nuestro microclima. Pero al mismo tiempo esperamos que al final todo sea distinto. La incongruencia entre lo que hacemos y lo que deseamos es insoportablemente brutal, incomprensible.
La estrechez que implica encerrarse mentalmente es muy similar a la de encerrarse en nuestras casas para simplemente pasar la cuarentena… quietos, intentando que poco y nada cambie para que todo sea distinto al final. La diferencia radica en cómo lo hace cada uno. La mayoría elige perderse lo mejor de sí mismos, la oportunidad de ser lo que se pudo haber sido.
Aferrarse a lo seguro reduce notablemente las posibilidades, se pierden objetivos, se pierde la capacidad de pensar, de imaginar creativamente.
El tiempo que existe entre el inicio de esta cuarentena y su final (que todavía es abierto) es una especie de no lugar. Es el suspenso que depara el epílogo, como si el final fuera todo y lo que ocurre en el medio no tiene importancia porque lo olvidaremos cuando todo concluya. Si el conjunto no representa una situación límite y, por tanto una posibilidad, entonces nada de lo que nos ocurre tiene sentido.
Y es que la evolución siempre se produjo a partir de situaciones límite como la que se nos presenta, como la que nos mantiene encerrados. Las chances de que nuestra relación con el entorno y con nosotros mismos cambie son enormes en tanto estemos dispuestos a encarar esta situación límite de una forma distinta a la que empleamos hasta ahora.
Porque, hay que entenderlo de una vez por todas, fue nuestra forma de hacer las cosas la que nos condujo a esta encerrona. Llegamos a esta instancia por esa sensación de imbatibilidad que sentimos cuando nos relacionamos con el entorno, con la naturaleza. No reconocerlo y no asumirlo sería una grave error. Pero el fallo sería histórico y total si no impulsa un cambio.
Y es que ya no se trata de la forma ideal y romántica del cambio, sino de una necesidad física, emocional y sociológica. Para que el entorno se vuelva más amigable. Para que nuestras relaciones fluyan. Para que los desapegos tengan sentido evolutivo y no de pérdida. Para que la humanidad se torne precisamente más humana. Y también para que los silencios en los domingos no sean la certeza de un mundo que calla por miedo, sino por la quietud propia de un domingo previo al lunes… cuando todo vuelve a comenzar.
Por Guillermo Baez