Por estos días de pandemia, extraña las reuniones en las que solía participar junto a sus pares. Después de los 80, concluyó la primaria, que no pudo terminar a tiempo porque su padre se movilizaba mucho por cuestiones laborales. Aseguró que para mantenerse lúcido, “siempre estoy pensando, rezo, tomo mate, después un huevo crudo, y un traguito de algo fuerte”.
De a ratos habla en presente y, por momentos, en pasado. Pero claro está que, para Don Leoncio Ferrer, contar todo lo que experimentó en estos 93 años, es algo apasionante. Residente en el barrio 2 de Abril, y fundador con otros vecinos del Club de Abuelos “Fortaleza”, se esfuerza por no dejar detalles al azar. Se detiene, gesticula, y corrige la idea las pocas veces que -cree- su memoria lo traiciona.
Confió que nació el 12 de septiembre de 1926, en Carmen del Paraná, Paraguay, y que sin saber porqué, a los pocos días fue protagonista del ciclón que castigó a Encarnación, dejando centenares de muertos. “Me contaron que estaba en la casa de mi abuela y que me habían puesto debajo de una cama porque el viento era tal, que hasta las vacas levantaba por los aires”, graficó.
Unos dos meses más tarde, a su mamá la trajeron a Posadas en una canoa para una revisión médica, y “la registraron en el libro de entradas como ‘Doña Francisca de Ferrer, con un bebé en brazos’. Y eso está anotado en el cuaderno grande de Migraciones, en Buenos Aires, yo mismo fui a verlo”, agregó entre risas.
Una vez establecido, “de este lado de la orilla”, fueron numerosos sus destinos. Es que su papá “era vago, en el sentido que un mes o dos trabajaba acá, otros dos meses allá, y así. En una época le tocó realizar tareas en el Alto Paraná, en medio de los mensúes. Yo tenía seis o siete años cuando viajé para acompañarlo”. Comentó que en el puerto de Posadas había entre diez y quince compañías de embarque.
“Había grandes barcos como El Salto, El Guayra, El Bermejo, El Dolly, La Mariposa, que iban hacia el Alto Paraná. Como no estaban las represas se cruzaba derecho. El río Paraná se navegaba hasta Puerto Méndes, en Brasil, cerca de Guayra. Cuando más arriba ibas, se ensanchaba. En realidad, ahora quedó ancho, por las represas, porque siempre fue angosto”.
En Puerto Méndes la barranca tenía 84 metros, entonces “llegaba el barco, bajaba la ‘zorra’, se subía y se ascendía, aunque también había escaleras. De ahí había tren hasta Guayra donde había aserraderos, carrerías, era un pueblo en crecimiento. Era la zona de los peligrosos. El que mandaba ahí era ‘León Pytá’ (león colorado) Mallorquín. Cuando venía caminando tenía detrás, dos o tres guardaespaldas. Si lo miraban mal o no lo saludaban al capataz, sacaban el arma y ¡pam! Como la carrería quedaba cerca, hacían sonar un pito, hacían seña, venían con un caballo, enganchaban al muerto y sólo polvareda levantaba mientras lo arrastraban al cauce del río”, manifestó al describir las crueldades que se cometían en esos alejados obrajes.
“Cuando me di cuenta, tenía 16 o 17 años y nos quedamos en Villa Blosset, al final de la calle Santa Fe, cerca de la iglesia Stella Maris y del Club Estrella Marina. Trabajaba en lo de Tabia. Entré para aprender carpintería naval y no sé si me pagaba 20 centavos por día o por hora. Pero era plata. Aprendí mucho de carpintería de a bordo como ventanas, ventarolas. Mientras viajábamos para el Alto Paraná, iba trabajando de ida y vuelta. Llevaba herramientas y maderas para ir arreglando el barco”, contó.
Y en esas travesías podía ver que en todos los puertos había gente esperando la llegada de la provista. “Acá nadie quería comer la galleta y el pan del día anterior. Entonces el panadero preparaba en bolsas, y las llevaba al puerto cuando se enteraba que estaba viniendo un barco. Hasta que llegaba a destino eran cuatro o cinco días. Se bajaban las provisiones y se avisaba al obraje que quedaba a cuatro o cinco leguas. Y entre eso, gritaban que llegó la ‘galleta fresca’ cuando en realidad ya tenía varios días”, acotó, sin disimular la carcajada. Pero “así se vivía”, disparó.
En el año 40, acompañó a su papá, que era carpintero, hasta Oberá. “No sé qué arreglo había hecho con los Singer, que recuerdo, tenían una camioneta que iba hasta Campo Ramón para buscar pasajeros. Y empezó a hacer un colectivo de un Ford con carrocería de madera. Había puesto el chasis, lo aseguró, puso el piso, asientos, puertas y empezó a forrar. Y empezó a viajar. Después quedó papá para trabajar la madera y hacer otro colectivo, el número 5, porque en el medio, el empresario ya había mandado a construir otras unidades más”, rememoró.
Después de allí, fueron hasta Puerto Leoni donde su padre fue a instalar un taller en un aserradero. “Era un obraje que quedaba cinco leguas adentro. Ahí había tres establecimientos. Uno de ellos tenía cortadora a mano, con 60 o 70 sierras, y los otros eran a máquina. Ahí papá habló con los técnicos y me dieron la oportunidad de aprender a afilar las sierras, a manejar la máquina, para cortar madera dura, blanda. Eran sierras de 14 centímetros de ancho, de dos mil revoluciones. Aprendí rápido, también a soldar. Hacía soldadura de serruchos y sierras, que quedaban a la perfección”, se jactó Don Leo.
Después pasaron por la estancia María Antonia, en San Ignacio, donde se iniciaron las primeras plantaciones de yerba mate. Allí “tenían taller de aserradero y había un pequeño tren para el traslado de la yerba desde el secadero hasta el puerto, y de los rollos de madera. Me llevaron de afilador, y fue donde me dieron libreta para aportar para mi jubilación”, celebró. La misma administración de mandó a padre e hijo a Puerto Cantera, en Paraguay, que también era propiedad de los mismos dueños, a hacer un taller. “Lo acompañé, y estuvimos unos años entre polacos, ucranianos y rusos, y volvimos”, contó el exárbitro profesional de fútbol.
Antes de viajar a Buenos Aires, trabajó en la obra del Palacio Legislativo y en la del anfiteatro “Manuel Antonio Ramírez”. Vivía en el bajo, cerca de la iglesia San Roque, y como su papá estaba en el grupo de más de 20 carpinteros convocados para prestar servicios, también lo llamaron. Para el anfiteatro había 400 hombres con pala. “La gente de antes trabajaba de otra manera, cada uno se buscaba su puesto sin problemas. No nos dimos cuenta cómo terminamos pero no habrán sido más de tres meses de trabajo”.
Rumbo a la gran urbe
Según Ferrer, en la década del 50 en el puerto de Posadas trabajaban tres mil estibadores por día. Y en la estación de trenes, otras 600 personas. Allá por 1954, en vísperas de Navidad, se contactó con él un primo -casi todos sus parientes eran navegantes, baqueanos, patrón de barco-.
“Me dijo, Leoncio, vamos conmigo, porque era fin de año y los marineros querían quedar en casa. ¡Vamos, le dije!, y me embarqué. La Navidad nos agarró en Corrientes y desde la embarcación mirábamos como se iluminaba el cielo por la pirotecnia. Íbamos tres lanchas y un remolcador hacia el puerto de Buenos Aires. Nos pusimos de acuerdo y preparamos un solo volante y agrupamos los barcos, porque para el remolcador tenés que tener cien metros de cable para que el agua no te patee”, comentó.
Después de cuatro días, llegaron a destino, ya en las vísperas de Año Nuevo. “Era cerca de las 12 y no podíamos atracar en el muelle. Nos tenía que buscar el remolcador de la compañía para la que operábamos. Amarramos las lanchas porque el agua subía y bajaba constantemente, y fuimos a comprar mercadería y unas bebidas. A la medianoche, de un lado la Isla Maciel, del otro La Boca, Caminito, la Vuelta de Rocha, era un solo estruendo recibiendo el nuevo año. Nosotros también hicimos ruido contra el barco y nos secamos algunas lágrimas. Fuimos a dar una vuelta, saludamos y volvimos a descansar”, agregó.
El 2 de enero de 1955 se pusieron a trabajar. “Nos quedamos en la lancha y teníamos que mostrar cuál era la madera que se iba a sacar. Estábamos esperando, pero el comprador dijo que no conseguía cantor. Mi primo le dijo: no te preocupes que te mando uno”, y envió a Ferrer.
Bajaron la madera en un caballete y “yo tenía que decir una pulgada, por tanto. El estibador del puerto ganaba 8 pesos por día. Y el cantor, 20 pesos. Estuve una o dos semanas en ese trámite, y me dijeron que la compañía quería que siguiera. Y me quedé en la lancha El Pato, por nueve meses. Esa era mi casa”.
Después le ofrecieron trabajar por la noche, hombreando reses, donde se ganaba el equivalente a trece jornales. Y se quedó más de un año. Por ese entonces ya había conformado su familia con Crecencia Miranda, también paraguaya, con quien tuvo dos hijos: Marcelina, ya fallecida, y Orlando, que aún reside en Claypole, Buenos Aires.
“Me avisaron que mi hijo se lastimó y si bien no había porque preocuparse, me permitieron venir a Posadas por dos meses. Lo hice en el tren Gran Capitán. Rapidísimo, en doce horas. Si bien mi puesto quedó resguardado, éramos 20 mil estibadores y había trabajo en todos lados, de a bordo, para carga y descarga. Pero de curioso, fui a mirar a otro barco. Me llamaron, y me quedé 21 años”, recordó Ferrer, que en el transcurso de esos años llevó a los suyos a vivir a la gran urbe.
Mirando hacia atrás, se enorgullece de su actitud porque “nunca rechacé ninguna oferta, y me vino bien porque aporté diez años más. Me jubilé a los 52, y a partir de ahí tengo todos los recibos guardados. Nunca fallé. Iba a casa a las 12 y a las 16 estaba de regreso. Tuviera o no barco, ahí estaba”.
Pensando en volver
El 12 de septiembre de 1976 cumplió 50 años y en el puerto de Buenos Aires, todos sabían porque Ferrer se hizo muy popular entre los trabajadores. “La misma compañía hizo todos los papeles. Había 139 compañías y yo trabajé en casi todas. Tuve la suerte que el libretero me anotara en tarea que se presentaba. Y eso me vino bien. Pero al cumplir la edad, y por orden de Videla, debí seguir dos años más”, aclaró.
El último día trabajó hasta la tardecita, se dio una ducha y fue a la oficina. “Éramos unos cuantos. Me llamaron por último y me dieron 140 pesos. Era una época que con un peso comprabas tres kilos de carne. Pero pedí que también me pagaran el seguro de vida. Me dijeron que eso sería en cuatro meses. Contesté que lo quería ya, que no podía esperar. Y así fue. El 3 de noviembre del 78 ya estaba en Posadas. Hice un paseo por acá, fui a Asunción, a Brasil” y regresó a la capital provincial.
Unos años más tarde se instaló en Posadas y se reencontró con Delira “Dely” Romero, a quien había conocido en su mismo pueblo, cuando ella aún era una niña.
“Había quedado viuda, igual que yo. Y nos juntamos. Ella había hecho aquí su casa cuando el barrio se estaba formando. Antes era todo monte y yerbales”, dijo, y se emocionó, al añorar la temprana ausencia de su compañera. Pero consideró que “así es la vida”. Junto a ella había instalado un kiosco y, con el paso de los años, crearon junto a otros vecinos el Club de Abuelos “Fortaleza”.
“Estábamos en una comilona en la casa de Doña Dora cuando Marcela Rivero era presidenta del barrio. Alguien dijo por qué no formamos un club de abuelos, y se generó el entusiasmo”, acotó, quien quedó al cuidado de Mirta López, una de las hijas de Delira. Para Ferrer, el club “es mi hogar, es una familia. Ahí pude terminar la primaria y fui tesorero. Llegamos a tener cien socios. Y antes de la pandemia nos juntábamos todos los días para tomar mate, charlar. Había enfermera, pedicura, gimnasia, masajista. Ojalá que pronto nos podamos volver a reunir”.
Servicio militar
En medio de la vorágine laboral, Don “Leo” debió regresar al Paraguay para cumplir con el servicio militar voluntario. Fue a Encarnación pero no había lugar, tampoco en Carmen del Paraná, entonces recaló en Coronel Bogado.
“Junto a varios primos y conocidos, nos llevaron hasta Asunción, y después de unos días, en los que pasamos de todo, me dieron la baja porque consideraban que como sabía bastante, para mí sería una pérdida de tiempo. ‘Por qué no te vas a tu casa’, me dijeron, porque como voluntario debía quedarme durante cuatro años”. Cuando tuvo la baja, “hice el trámite para volver. A mi regreso me cargaban y me decían que compré la baja. De todos modos, cada año debía ir a firmar a la Embajada Paraguaya, y a los 50, recién quedé libre”, narró.