No obstante, eliminar de lo público a estas personas o incentivar abandonar su consumo es considerado también como un arma de doble filo y algo no tan nuevo como se pensaría.
Por Gabriel Fernández
Fue a comienzos del 2020 cuando el centro de la discusión en la comunidad artística latinoamericana estuvo enfocado en un disco de la banda mexicana Molotov de hace 23 años, producida por el músico argentino ganador del Oscar, Gustavo Santaolalla. No fue la primera vez que se generó una polémica en torno a este material, ya que desde su arte de tapa (una colegiala con la ropa interior baja) hasta una de sus canciones titulada “Puto”, cantada hasta el hartazgo por los fanáticos de los países de habla hispana, están cargadas de una connotación considerada como violenta hacia las mujeres y la comunidad LGBTIQ+.
Semejante contenido peyorativo en la composición musical sumado a las imágenes provocativas relacionadas con menores de edad se volvió uno de los tópicos más discutidos en redes sociales. Es así que los discursos tildados de “progres” no tardaron en condenar la obra y pedir nuevamente una cancelación de la misma, quitarla de la lista de producción, impedir su circulación y señalar con el dedo a una banda -que hace tiempo perdió su brillo- para que se rectifique de su obra.
Es aquí donde entramos en el terreno de la discusión acerca del consumo cultural. Porque más allá de que es innegable que las acusaciones sobre este contenido son ciertas, hoy, a décadas de su producción, debemos preguntarnos ¿valen la pena las molestias?
Por su parte, fue otra banda mexicana la que hace unos años se adelantó a las críticas y decidió retirar de sus conciertos en vivo una de sus canciones más cantadas y la cual los llevó a la fama en los años 90′. Esto sucedió con Café Tacuba y el tema “La ingrata”, que en uno de sus párrafos explícitamente hablaba de cometer un crimen hacia una mujer “para que te duela” y acompañarla en su funeral. Los mexicanos pidieron disculpas por la falta de conciencia en su momento a la hora de escribir sus canciones e incentivaron a otros artistas a revisar todo su material y no caer en ningún tipo de violencia social.
Algo más reciente le sucedió al influencer argentino conocido como “La Faraona”, Martín Cirio, recibió el repudio total en las redes sociales, donde sumó varios pulgares abajo, además de cancelación de apariciones en medios de comunicación.
Todo esto lo vivió cuando un grupo de usuarios “desenterró” varios tuits cargados de bromas sexuales sugerentes dirigidas hacia menores de edad.
El odio estalló en todos los sectores y parecía que toda la virtualidad estaba unida contra un único enemigo: “un pedófilo”. Pero este personaje no se quedó callado y como no pudo negar que fue el autor del contenido en las redes, tuvo que pedir disculpas públicamente excusándose con un “chiste mal hecho años atrás”.
Es evidente que en el mundo actual, los caracteres compartidos en el ciberespacio pueden fácilmente levantar a una persona pero de la misma forma destruirla en pocos minutos gracias a un hashtag. En ese sentido, quizás es útil medir las reacciones de acuerdo a cada caso para no caer en extremos y que la mirada pública termine por destruir completamente a alguien.
La más odiada
El caso más emblemático en el cual un artista vivió el rechazo, tanto social como corporativo, lo sufrió la cantante irlandesa Sinead O’Connor cuando en 1992 se presentó en un programa en vivo y después de cantar una canción de protesta sacó una foto del papa Juan Pablo II y la rompió en vivo. En esa época, lejos aún estaba la virtualidad, pero lo sucedido dio vueltas el mundo en minutos, con quemas públicas de sus discos y un pedido para que abandonara EEUU.
De acuerdo a lo manifestado en numerosas entrevistas, incluso puede verse en el video de su participación, su intención fue la de dar un claro mensaje contra la Iglesia Católica por ser cómplice de abusos de menores desde sus inicios. A pesar de su idea original de que sirviera como símbolo para un pedido de la separación total del Estado y la Iglesia, lo único que fue apartado desde ese día fue un artista de los escenarios y estudios. Hoy, casi treinta años después, la cantante aún sufre el estigma de lo sucedido y jamás pudo levantarse para continuar la prometedora carrera que inició en los 80.
Los extremos
Este tema en sí es complejo y dio origen a una nueva categoría de lo social: el fenómeno denominado “cultura de la cancelación”. En ello, muchos piensan que al distar de la identificación ideológica de la mayoría dominante, una obra, un artista, una persona puede encontrarse con todas las puertas cerradas y caer en el olvido por no concordar con el pensamiento aceptado actualmente. No obstante, no es tan así y ni siquiera hablamos de algo nuevo en el mundo.
Aquí debemos hacer un paréntesis, porque son varios los teóricos y personalidades que se preguntan si realmente estamos tan lejos de aquellas emblemáticas quemas públicas de libros y cacería de brujas que alimentaron durante siglos el sostenimiento de la élite dominante y conservadora.
Quizás ahora estemos lejos de aquella moral, mayormente cristiana, que desechaba todo discurso que no concordara con el suyo. No obstante, ¿es posible que estemos ante una nueva ortodoxia?
Ante todo vale una aclaración. La cultura de la cancelación quizás sea un concepto reciente pero dicha práctica existió desde siempre, no sólo en las manifestaciones artísticas como el cine, la literatura o la música, sino en la vida política, la ciencia y la tecnología. Hubo cientos de personas a las que nunca se les dio una voz y terminaron en el anonimato porque los sectores del poder así lo quisieron, ya sea por estar adelantados a su época, por ser mujeres o por posturas políticas “subversivas”.
Hubo miles de escritoras que publicaron sus libros bajo seudónimos masculinos por recomendación de sus propias editoriales; pensadores que se opusieron a las formas de producción capitalista terminaron en prisión y con sus textos quemados; hace no tanto, actores, actrices, directores, no podían manifestar públicamente su orientación sexual por miedo a ya no poder trabajar nunca más.
Es decir, que aquellas actitudes remarcadas por algunos sectores como nacidas de una cultura progresista, edulcorada, que se ofende por todo y que tilda cada expresión como “violenta”, no es otra cosa que el reflejo de un cambio generacional y cultural, un choque con una actitud normativa que durante décadas normativizó el caso, la represión y la sexualización para el disfrute masculino heterosexual.
El punto central antes de hablar de una “ortodoxia progre” es la libertad de expresión y consumo, porque las prohibiciones y la eliminación no deben ser una opción, sino que es necesario aplicar un revisionismo crítico en toda producción realizada y contrastar con la realidad de su época.
Es probable que encontremos obras con alto contenido discriminatorio y cuya realización no fue tan distante en el tiempo.
En esta guerra de los discursos, hoy trasladada al terreno de las redes sociales, es claro que la posibilidad de hablar sin restricción tampoco debe habilitarnos la agresión de unos hacia otros. Un debate en igualdad de condiciones debe ser posible y con la utilización de argumentos coherentes lejos de un fanatismo desmedido.
Los tuits como armas
Respecto al plano cultural internacional, la autora del gran éxito literario Harry Potter, JK Rowling, quedó en el centro de la tormenta mediática al replicar en su cuenta de Twitter sus opiniones acerca de las personas transexuales, citando que es “imposible ir en contra de la biología”.
Inmediatamente el rechazo al discurso considerado “transfóbico” y “conservador” dividió las aguas entre quienes compartían la idea del “derecho a expresarse” y aquellos que aún siendo fanáticos de sus obras la repudiaron ferozmente.
El punto aquí fue la decisión tomada por algunas librerías de retirar las famosas ediciones del niño mago de sus estantes y la gran cantidad de escritores que se distanciaron de la autora británica que terminó perdiendo millones de dólares a una velocidad preocupante. Más allá de personalmente no estar de acuerdo con Rowling, considero que la actitud tomada de eliminar su producción literaria no es acertada. No obstante, es claro que algunas corporaciones no piensan arriesgarse a ser tildadas de proteger personalidades consideradas violentas.
Sin embargo, la escritora británica de fantasía infantil no se quedó tan sola como se esperaba. A ella, se unieron otras 150 personalidades de la cultura, entre las cuales estuvieron Margaret Atwood, Salman Rushdie o Noam Chomsky, quienes firmaron una carta pública contra la censura y el libre pensamiento.
En el comunicado pueden leerse expresiones como: “El libre intercambio de información e ideas, savia de una sociedad liberal, está volviéndose cada día más limitado. Era esperable de la derecha radical, pero la actitud censora está expandiéndose en nuestra cultura”.
Además señalaron que “hay editores despedidos por publicar piezas controvertidas; libros retirados por supuesta poca autenticidad; periodistas vetados para escribir sobre ciertos asuntos; profesores investigados por citar determinados trabajos”.
Margaret Atwood es reconocida por ser una ferviente defensora del feminismo a nivel mundial y ser la autora de la novela “El cuento de la criada”, donde en un futuro distópico las mujeres son simples úteros fértiles, obligadas a parir en una sociedad dominada por los hombres. Justamente, la novela da cuenta de la gran quema de libros y limpieza social realizada por los grupos “rebeldes”, donde una de las principales reglas es que las mujeres no pueden leer, ni siquiera la Biblia.
Con el contexto actual de autores cancelados y libros censurados, las alarmas se encendieron ante un “potencial Gilead”. Esto evidencia que incluso dentro de los movimientos que critican el machismo y la sociedad patriarcal existen las disidencias y no se está de acuerdo con las actitudes extremistas.
Dentro de lo cultural, varias personalidades fueron denunciadas con el correr de los años y sus obras entraron en debate. Por tanto es válido pararse y analizar el correr de las críticas sumado al alcance de las consecuencias, todo ello teniendo en cuenta el “error” o “acusación” que pesa sobre una persona, productores o incluso películas clásicas.
Aunque en algunos casos es fácil reconocer a simple vista el contenido racial, homofóbico o machista de construcciones hechas en un pasado cercano, el solicitar su eliminación por la fuerza no es algo útil, sino más produce el efecto contrario.
Tal fue lo que sucedió hace unos meses con la película “Lo que el viento se llevó” cuando fue retirada del catálogo de una reconocida señal de cable privada por los comentarios negativos que recibió de los usuarios que ahora la redescubrieron, 81 años después de su estreno y de arrasar con todos los premios del mundo del cine.
Al enterarse de esto, a nivel mundial se dispararon las búsquedas relacionadas con la película y los sitios piratas subieron rápidamente sus versiones “sin censura”. Más tarde la cadena aclaró que la cinta fue quitada momentáneamente para poner una advertencia antes de reproducirla y volvió a estar disponible. Estas “alertas” que pueden herir la sensibilidad y representan a las minorías “de forma no políticamente correctas” son más comunes de lo que creemos, ya que pueden encontrarse hasta en renombradas caricaturas tanto de cine como de televisión.
A todo esto, el pedido de retirar producciones o artículos por su contenido no aceptado actualmente sirve de materia prima para los sectores derechistas para tildar a los demás de “intolerantes”, algo muy paradójico. También es preciso mirar la lista de autores que hoy tienen una mancha en su expediente pero aún continúan vigentes, quizás en menor medida pero siguen ahí, desde Micheal Jackson hasta Woody Allen. Lo cual da cuenta que a nivel mundial el mercado abarca todos los gustos y no es posible eliminar completamente algo que al menos por su polémica será recordado.
A nivel de consumo, la sociedad hoy mira con otros ojos varios temas que son sujetos a controversia: machismo, homofobia y racismo son sólo una parte de ellos. Lo cierto es que en la libertad otorgada por el sistema capitalista actual uno aún puede decidir qué consumir y puede simplemente cambiar de canal, lo cual es importante porque cualquier imposición siempre será combatida.
En cuanto a la cultura de la cancelación, en muchos casos está relacionada con acusaciones muy serias lo cual exige una responsabilidad en la réplica de opiniones. También es cierto que puede ser un arma de doble filo y llevar a ciertos extremos, pero lo importante es poder decidir y ser conscientes de lo que uno elige consumir, tanto en lo cultural como en lo referido al discurso de lo social.