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Cada vez que a Héctor Ramón Villordo le comunican que será el último viaje a alta mar de la temporada, el embarcadizo posadeño celebra. Al menos por dentro. Es que saber que pronto regresará a casa, es la mejor noticia. En su hogar del barrio Yacyretá lo esperan su esposa Juana Rivas y sus tres hijos: Mauricio, Federico y Karen. Detesta estar lejos de ellos pero, por ellos, por su bienestar, eligió sacrificarse para obtener mejores beneficios.
Villordo comenzó a trabajar en la tradicional casa de deportes posadeña cuando tenía apenas 16 años. Sus padres debieron firmar un contrato con el comerciante para que ingresara como cadete, que era algo común para la época. De buenas a primeras, y después de 13 años de labor, el comercio cerró sus puertas y se quedó sin trabajo.
Fue su primo “Rulo” Zayas, que era capitán, quien lo incentivó para efectuar el curso de marino mercante. “Lo hice en la Escuelita de Prefectura Naval Argentina (PFA) y él me llevó para ´ensuciar la libreta´. Después me largué solo a buscar trabajo. En este tiempo experimenté la ‘cosecha’ de langostinos, calamares, merluza, y así recorrí varias empresas de pesca de mar”, manifestó.
Ya tenía una experiencia de vida y una familia constituida cuando tomó tamaña decisión. “Normalmente trabajamos 18 horas y dormimos 6, y listo”, dijo, al resumir su jornada.
“El mar es otra cosa. Hay que estar ahí arriba. Es trabajar y trabajar. Depende de lo que se pesque, entramos por diez o quince días. Si hay mal tiempo tenemos que volver a la costa porque cuando el mar se enoja escupe olas de hasta veinte metros, y no queda nadie”.
“Pero a veces trabajamos igual y no la pasamos bien. Es una supervivencia, un esfuerzo. Ya me habitué a esa vida pero, aunque no me gustara, con la edad que tengo, conseguir un trabajo en tierra firme es complicado.Me va a costar. Sé que tengo mi libreta de embarque -tiene un número que vale más que el DNI- y con la experiencia acumulada subo a cualquier barco” aseguró, quien tiene compañeros de Ushuaia, Corrientes, Bahía Blanca, Mar del Plata, Misiones.
Los encontró en la pesca del calamar, de la merluza, del langostino, de la centolla. Otros trabajan en remolcadores. En los barcos poteros (pesca de calamares) hay peruanos, indionisios, vietnamitas. Por lo general en las travesías salen fuera de las 200 millas.
“Estuvimos cerca de las Islas Malvinas, y un par de lugares alejados de la costa, adonde, para llegar, tenemos que navegar 28 o 30 horas -a una velocidad de entre 5 y 7 nudos-, depende de dónde esté situada la zona de pesca. No es que vas a cualquier lado sino que te orientan a través de la sonda”, dijo, quien partió a fines de abril y regresó a casa recién en octubre.
Confió que la primera vez le costó arrancar. “Era como estar encerrado en una casa y no podía salir a ningún lado. Había que trabajar a destajo hasta llenar el barco de 100 toneladas. Volvemos al puerto y tenemos 24 horas para hacer la descarga, y volver a zarpar. Mientras tanto, caminamos, vamos a un hotel para dormir como tiene que ser porque tenemos cuchetas de una plaza, y es todo el tiempo en movimiento. Muchas veces volamos hacia arriba, bajamos, subimos. Cuando hay temporal no nos quedamos quietos”.
Al referirse a situaciones complicadas, citó una ocasión en la que “chocamos con otro barco. Sucede cuando te refilan porque el capitán hizo una mala maniobra por un descuido o porque está desatento. Cuando es el tope de temporada y se achica el cardumen, los barcos se acercan demasiado, muchas veces las redes se enredan y hay que cortarlas” para poder salir airoso.
Tuvo otra experiencia desagradable cuando un compañero suyo se descompuso y un helicóptero vino a rescatarlo porque tenía una hemorragia interna.
“Tenía un problema gástrico y por órdenes del capitán se decidió evacuarlo. El médico llamó por radio a efectivos de PNA y le dio las indicaciones correspondientes”. Desde la aeronave bajaron un canasto y lo levantaron. En esa oportunidad estaban a 30 horas para llegar a tierra firme porque “se navega cinco y siete nudos. No se puede ir más rápido cuando viene muy cargado”.
Aseveró que siempre “hago un balance positivo más allá que hubo años en los que no pude navegar porque viajé pero no conseguí un lugar. Cuesta enganchar porque hay muchos marineros. Este año trabajé bien”.
Pero cuando anuncian que es el último viaje de lo temporada, para Villordo “es lo más lindo que hay, porque sabés que pronto vas a poder estar con tu familia. Generalmente nos mandan el avión, pero si es en cole o en auto, no importa. Querés tocar tierra y estar con tu familia”.
“Es lo más lindo. Ya estamos acostumbrados a las despedidas, por la cantidad de años que estoy trabajando. Las primeras sí que fueron complicadas. Pero saber que pronto vas a llegar, es hermoso, tanto tiempo en alta mar, querés estar en tu casa, ver a tus hijos, a tu familia. En esta actividad no hay apoyo psicológico, todo depende de la fortaleza de cada uno, y así supe de compañeros que se pusieron mal y no pudieron retomar sus tareas”.
“Mi hijo quiere hacer el curso pero yo lo desaliento porque es muy sacrificado. Ellos eran chicos cuando me fui. Si bien era una oportunidad, dejé a mi familia sola por meses. Gracias a Dios, me fue bien y ellos me supieron comprender. Casi nunca estuve en sus cumpleaños, si estaban enfermos no podía volver, tiene que ser algo grave para que te dejen venir. Eso sí, lamenté la muerte de varios amigos. Eso te queda marcado porque estás lejos y no podes hacer nada”, concluyó.
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Nostalgia de la 180
De chico, Villordo vivía en el barrio Primavera de la Chacra 180 (continuación de la avenida San Martín). Juana, su mamá, iba a lavar la ropa en el Paraná, sobre los planchones de piedra, como lo hacían las otras mujeres de los alrededores.
“Era lavandera y también lavaba para nosotros porque no había agua potable sino agua de pozo. Había solo una canilla de la usina hasta dónde íbamos a buscar el agua con un baldecito”, comentó. Estaban a dos cuadras del río y hasta allí llegaban todas las mujeres para cumplir con su obligación diaria.
“Éramos chiquitos y con mis hermanos Soldad Malvina Aranda y Raúl Rolando Villordo, buscábamos la ropa con la bici. Ahí jugábamos, pescábamos, pero nunca me imaginé que estaría en el mar”, acotó.
En la costa, pasaron las mil y una. Cierta vez “se vino una granizada y nos pusimos todos debajo de la mesa porque las piedras eran del tamaño de una pelotita de tenis. El patio quedó blanco y techo de cartón, hecho un colador. Me quedó grabado, no me lo voy a olvidar nunca”.
“Hubo ocasiones en las que tuve que sostener mi puerta para que el viento que venía del río, no la lleve, porque se ponía bravo. La inundación del 83, la más complicada, llegó hasta el patio de mi casa. Y después desapareció el barrio. Cuando paso por la zona me da nostalgia, es todo cemento”, agregó.
Para quien, caminando, el centro de Posadas quedaba a 20 minutos. “Era lindo porque nos encontrábamos todos, las fiestas las pasábamos juntos, para fin de año armábamos un partido de fútbol en la canchita. Eso te queda grabado”, contó quien a los 16 empezó a trabajar “en el famoso deportes Mazal en Buenos Aires y San Martín. Mis patrones eran judíos, buena gente. La mayoría en esa cuadra eran todos comercios de judíos, casi todos parientes entre sí”.
“Muchas veces estuvimos en lo mejor de la pesca, y tuvimos que volver. Nos pasó que mientras dormíamos, el mar pegó un baldazo que hizo que el barco se escorara y entrara agua. Hubo compañeros lesionados porque salieron despedidos del camarote. Aveces el barco queda a capear, anclado, peleando a las olas, para no ir a la costa, per eso depende del capitán. Las primeras veces te pasa de todo por la cabeza. A muchos les agarra malestar. Corres el riesgo de cortarte el brazo, una pierna, que te golpees la cabeza, que se hunda el barco”.