Por: Sergio Dalmau
Licenciado en Comunicación Social
Nací meses antes de que le cortaran las piernas, justo cuando comenzaba ya la recta final de su exitosa e inigualable carrera deportiva. No tuve la suerte de verlo defender ninguna de las camisetas y no pude celebrar junto a mi viejo alguno de sus goles. Lo conocí mediante las anécdotas de familiares, relatos que se hacían a corazón abierto y hoy continúan más latentes que nunca.
Nunca llegué a llamarlo ídolo pero debo reconocer que una de las primeras cosas que aprendí, es el hecho de que fue más grande que Pelé. Fue punto de referencia la mayoría de las veces que necesité hablar de mi país con algún extranjero. Se convirtió en bandera durante cada partido de la selección, salté por él y para que todos sepan que no soy un inglés.
Como todo chico que alguna vez pateó la pelota con sus amigos, soñé con ser Maradona. En ese momento me ilusionaba la idea de que pudiera existir otra persona igual a él.
Soy de la generación que creció viéndolo pedir disculpas. Cómo olvidar el día en que se paró en La Bombonera y entre lágrimas dijo que “se equivocó y pagó pero, que la pelota no se mancha”. De ese día recuerdo la emoción de mi papá pero sólo era un niño y en ese momento no entendí lo que él quiso decir.
Tiempo después empecé a comprender su relación con las adicciones, ese partido que en cierto punto, nunca alcanzó a ganar. Poco a poco los escándalos empezaron a desbordarlo, pero sus hazañas dentro de la cancha siguieron alimentando ese mito que nunca paró de agrandarse. Maradona era esa divinidad terrenal. Alguien al que yo sólo pude ver desde la segunda bandeja mientras él estaba en su palco de la cancha de Boca. “Mirá hijo, allá está Maradona”, me dijeron y recuerdo que me quedé atónito mientras toda la popular empezó a cantar por él.
Al poco tiempo de esa experiencia, allá por 2005 tuvo un coqueteo con la muerte. Recuerdo que estuvo semanas internado mientras afuera sus seguidores conformaban un altar. Su cuadro era grave, muy grave, pero esa vez escuché algo que me quedó para siempre. Fue un milagro su recuperación y según decían había sido producto del físico privilegiado y su forma de ser. Maradona una vez más habría usado ese temperamento y fuerza de voluntad, esa que lo hizo jugar un partido del mundial con el tobillo hinchado como una pelota. En ese momento yo sólo tenía once años y comencé a relacionarme con la creencia popular de que no se iba a morir nunca.
Cuándo fui creciendo empecé a conocer las otras facetas. “El Diego” no era simplemente un futbolista y ya no todos hablaban bien de él. Yo también aprendí a separar y dividí a la persona en dos. El astro fue siempre intocable.
La persona, por momentos dejaba mucho que desear. Escándalos familiares, divorcios, conflictos de paternidad, fotos polémicas. Todas esas cosas, empezaron a atentar contra tu pedestal.
Maradona de a poco se iba convirtiendo en ese ser más terrenal que divino. El ídolo comenzó a jugar fuerte en política, codo a codo con Néstor, con Chávez, Fidel y Lula. Con Cristina, Dilma y Evo. “El Diego” era ese que protestó por el oro de El Vaticano. Hacía tiempo había dejado de ser “Pelusa”, para enfrentarse al sistema pero nunca dejó de ser un representante de su Villa Fiorito, aquel barrio privado donde nació. “Privado de luz, de agua y de gas”, como una vez advirtió. “El Diego”, que siempre mantuvo su esencia de pueblo, se fue metiendo en lo que después sería la grieta. Hoy hay quienes hablan de “un lado Maradona de la vida”.
Cada vez más alejado de la figura que representaba como futbolista, su imagen empezó a ser como una montaña rusa, con más bajones que subidas. Pero llegó el tiempo de dirigir la Selección y ahí llegó para mí, la última gran ilusión. Dios en el banco y el mesías en la cancha, eran la combinación perfecta para poder vivir un poco de esa felicidad que él supo entregar más de una vez al pueblo argentino.
Con Maradona todo siempre había sido posible y como no ilusionarme. Pero al final ese proceso no terminó bien y sólo dejó un puñado de frases célebres. Ya tenía dieciséis años y seguía sin poder festejar algo en el que “El Diez” fuera protagonista. Tocaba aferrarse a los compactos de televisión, a las anécdotas de las glorias que habían sido contemporáneas y a los videos de YouTube. Al mismo tiempo, otros cracks amenazaban con quedarse con su trono, aunque los que peinan canas nunca dudaron.
Tuvo experiencias en Dubai y México. Fue venerado en cada suelo que pisó y cada vez más cuestionado por los de su propia tierra.
En el último tiempo, las secuelas de sus errores fueron siendo cada vez más visibles. Dificultades para hablar, dolores de rodilla y problemas para caminar. Pareciera que a “El Diego” simplemente lo movían su fuerza de voluntad y su amor indiscutible por la pelota. Así fue como volvió al fútbol argentino y lo revolucionó por completo.
Fue el espectáculo de cada partido, fue abrazado por todas las hinchadas. La gente iba a la cancha para verlo a él. La última vez que se lo vio medianamente entero, fue precisamente ahí, en su casa, La Bombonera. Dirigía al equipo rival pero, el club de sus amores salió campeón y por momentos disfrutó con su hinchada. Ah y algo más, en ese palco estaban Dalma y su nieto Benjamín, parte de su amada familia. Algo así como un broche de oro, pero lastimosamente esa, no fue la última vez.
Lo que vino después ya es conocido. Cumplió 60 años y en la cancha de Gimnasia, el equipo que dirigía, montaron lo que debía haber sido una fiesta pero terminó siendo una tortura. No estaba bien, se notaba y sólo él sabrá por qué accedió a ir. Ese día sí se derribó un mito, caí en que “El Diego” se podía morir.
Tras diez minutos de partido, Maradona abandonó la cancha y empezó la recta final. Internación, cirugía en la cabeza y rehabilitación en una quinta privada. Todo eso en pocos días, sus últimos días. El pasado miércoles se fue, su corazón se apagó y sus piernas ya cansadas no pudieron burlar el destino. Se fue y nadie se animaba a dar la noticia. Interrumpió el almuerzo de todo un país, le dio un cachetazo a todo el mundo.
Su muerte me dejó en shock e hizo que se me escapara alguna lágrima. Aquel “Pibe de Oro” que se convirtió en una de las personas más representativas y conocidas a nivel mundial, ya no estaba.
Maradona, fue ese ser que tuvo el don de dar felicidad a todo un pueblo durante los años más duros de la historia reciente. “El Diego” fue ese que nunca olvidó de donde venía y siempre peleó por los suyos. Fue el que dividió a Italia durante un mundial y dejó siempre la celeste y blanca bien alta. Fue caudillo, fue capitán y un mago con la pelota.
Maradona también fue el que por momentos no pudo contenerse frente al alcohol y otras adicciones. El que protagonizó varios momentos violentos y el que algunas veces fue visto como un machista y un misógino.
Maradona fue campeón del mundo y también fue muchas veces víctima de ser Maradona.
Todo eso fue, un combo que sólo lo podía soportar alguien que fuera Maradona. Y así se fue, siendo amado y odiado. Cada uno podrá elegir con que póster quedarse, pero lo que nadie podrá negar es que jamás habrá otro igual.
Una multitud quiso ir a despedirlo, el mundo se rindió -una vez más- a sus pies. Argentina lo lloró durante tres días y el fútbol seguramente lo llorará por siempre. Dejaste una marca imborrable en la mayoría de los que te vimos. Adiós Diego, adiós mito y perdón si escribí todo el tiempo en pasado, siempre serás presente, siempre serás leyenda.