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El combo explosivo que retrata a la Argentina actual obliga a repensar el país, a mirarlo en perspectiva y entender que, gobierne quien gobierne, siempre lo hará hacia atrás, intentando resolver los problemas heredados y, al mismo tiempo, generando otros que el siguiente deberá gestionar.
La gestión de Alberto Fernández, cuyo desgaste en el primer año se asemeja más al de un fin de mandato, está tremendamente condicionada por la de su antecesor. El país en ese entonces, hace apenas un año, yacía en un hueco, sin poder de reacción y con proyecciones más que pesimistas… pero siempre se puede estar peor.
La pandemia fue el golpe de gracia que puso todo de cabeza y nubló el horizonte de una Argentina que no deja de ser una promesa infinita.
Pero también es cierto, como se dijo antes, que en el devenir de intentar resolver los problemas anteriores, se van generando nuevas crisis.
El país está hoy plagado de viejos y nuevos dramas que difícilmente podrá resolver el presidente Fernández y que, por tanto, deberán ser abordados por la próxima gestión… una administración que gobernará hacia atrás.
La diferencia en este caso es que, al mirar hacia el pasado no se advierte una crisis de la magnitud de la actual y cuyas consecuencias totales aún están por verse.
En los próximos tres años Fernández administrará recursos para morigerar los efectos de la crisis pasada y la que se generó en el primer año de su gestión.
Con viento de cola y cosechas fabulosas, hacia fines de 2023, en el mejor de los casos, volveremos a estar como en 2019, un escenario al que muy pocos querrán volver. Gobernar hacia atrás es la normalidad y no la excepción en Argentina.