La miseria y la explotación que sufría la clase trabajadora europea dieron origen en Francia a un estallido revolucionario que revistió una violencia inusitada.
Sus causas inmediatas hay que buscarlas en la guerra franco-prusiana que terminó con la derrota francesa. Así, el levantamiento obrero de París se produjo justamente cuando los ejércitos alemanes se encontraban a las puertas de la capital.
La revolución, que comenzó el 18 de marzo de 1871, tuvo un signo anarquista y socialista, y en ella jugaron un papel de cierta importancia representantes de la Primera Internacional.
El 18 de marzo estalló la insurrección: la Guardia Nacional y los obreros se apoderaron de la capital, provocando la huida del Gobierno. Inmediatamente y por sufragio universal fue elegido un Consejo General de la Comuna de París, al que se confirió poder legislativo y ejecutivo. De él formaron parte obreros revolucionarios y burgueses de ideas radicales.
A pesar de que la revolución de París causó verdadero espanto en los Gobiernos burgueses de Europa, sus días estaban contados, ya que no consiguió extenderse al resto de las ciudades francesas.
Aprovechando este aislamiento, el Gobierno francés lanzó un ejército de 100 mil hombres contra la capital.
La lucha fue sin cuartel. Los comuneros, desesperados, incendiaron varios grandes edificios y fusilaron a los rehenes que tenían en su poder, entre ellos el arzobispo de París.
Por su parte, las tropas regulares, una vez ocupada la ciudad después de siete días de combate, se dedicaron a una durísima represión: fueron fusilados en el acto alrededor de 20 mil hombres y, más tarde, los tribunales continuaron con su labor represiva.
La experiencia de gobierno obrero duró apenas 71 días: del 18 de marzo al 28 de mayo de 1871. Por eso, más que una revolución, el episodio de la Comuna debiera ser considerado como un intento fallido. La sociedad burguesa era todavía joven y fuerte y no estaba dispuesta a ceder su sitio al proletariado. Y éste había pretendido ir demasiado rápido.