En la Argentina imposible, esa que a diario nos plantea la necesidad de adaptarnos a nuevas realidades, resulta vital pensar aquello de que siempre se puede estar peor. Cualquier estadío, por crítico que nos parezca, puede ser la antesala a uno todavía peor.
Un poco de coyuntura, algo más de malas decisiones personales y mucho de pésima política nos ubicaron en esta dinámica que nos habla de permanentes nuevos comienzos.
Fue así para nuestros abuelos, también para nuestros padres y ahora nos toca a nosotros, que esperamos cortar la inercia de la crisis eterna para regalarle a nuestros hijos una mejor Argentina, o un mejor lugar para crecer. Y quizás un día de estos uno de esos reinicios, de los cientos que tuvimos a lo largo de nuestra historia, sea el definitivo, el que finalmente nos deposite en el lugar con el que soñamos para nuestros hijos y nietos.
Pero para que ello ocurra hay que partir de fundamentos más sólidos y si de solidez se trata, entonces nada mejor que la realidad. No tiene sentido seguir discurriendo el tiempo y apostando nuestras expectativas a las elevadas exhortaciones al optimismo de los discursos políticos.
Tener esperanza no depende del volumen o el contenido de un discurso, sino de una mejor práctica política. Es en la concreción de las promesas que el contrato social se cierra. Desafortunadamente hablar hoy de la verdadera Argentina duele, porque en casi todas las direcciones prevalece una crisis que lejos está de disiparse.
Ser conscientes de ello nos ubica en una nueva realidad que requiere de lo mejor de cada uno de nosotros. Hoy más que nunca es necesario tener perspectiva para tomar mejores decisiones. Y hacerlo partiendo desde la realidad sin maquillaje nos permitirá cortar con aquello de que siempre se puede estar peor.