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Carlo Collodi fue un periodista y escritor italiano que de joven estuvo involucrado en asuntos políticos. Era un asiduo concurrente a la reuniones de revolucionarios que peleaban por evitar la dominación de Austria sobre Italia. Sus primeras críticas las escribió en un diario de la región de Toscana, que no duró mucho tiempo a raíz de la censura impuesta por el duque de la región.
En 1875 ingresó a la literatura infantil, desde donde intentó llevar a través de alegorías sus convicciones. Así aparecieron “Las aventuras de Pinocho”, de publicación semanal en una revista infantil. Collodi falleció sin saber el éxito y la vida propia que cobraría su personaje a partir de la versión que “armó” para el cine la factoría Walt Disney y que desde 1940 fue la dominante.
Sin embargo, el personaje original no es ese tierno muñequito de pajarita azul y sombrero con pluma. No es una marioneta simpática, siempre rodeada de amigos, que se pasea por fantásticos paisajes acompañado junto al magnífico Pepito Grillo.
En la historia de Collodi, Pinocho es un niño muy diferente: es un vagabundo pobre y hambriento; un ser avaricioso y sin escrúpulos que, cuando un grillo parlante trata de explicarle que quizá no se está comportando correctamente, lo estrella contra la pared a golpe de martillo.
Pinocho no es solamente un niño mal educado, un pequeño salvaje todavía por civilizar. Quizá sea exagerado decir que se trate de un ser maligno, pero en él no hay inocencia alguna. Está rodeado de violencia y sordidez: incluso cuando él es la víctima, es difícil sentir empatía.
En una ocasión descubre que tiene las piernas calcinadas, será encarcelado, tratarán de freírlo en aceite hirviendo, se verá convertido en asno en un circo, será vendido a un hombre que quiere desollarlo para hacerse un tambor con su piel y murió ahorcado bajo el agua.