Sentimos que le generamos alegría al otro. Esto hace, por lo general, que se retribuya con la misma emoción.
No hablamos del “qué lindo verte” fingido sino del que brota de un corazón sincero. La sonrisa demuestra que estamos contentos y satisfechos, lo cual es un mensaje de que estamos interesados en el otro, de que no somos ni superiores ni inferiores, sino iguales o pares (como si hubiésemos estudiado juntos).
Considerar cada encuentro con el otro, aun en la distancia en este tiempo de virtualidad, como algo importante, como un motivo de paz y felicidad, trae conexión en el vínculo. En cambio, cuando alguien llega a un lugar con queja, seriedad y molestia, esa actitud inmediatamente genera desconexión.
Un bebé suele estar pendiente del rostro de su mamá, que es su primer referente. Si, de repente, ella pone cara seria y deja de hablarle por unos minutos, la criatura suele hacer cosas para llamar su atención y recuperar “la cara alegre o conectada de mamá”, como mover sus bracitos, gritar o, incluso, llorar.
Son las acciones que hacemos de adultos para recuperar la conexión con el otro. Cuando alguien nos mira con seriedad y se queda inmóvil, se despierta a veces en nosotros esa sensación infantil de desconexión.
Expresamos frases como: “¡qué cara!”, “¿por qué estás tan serio/a?”, “no me mires así”. Lo cierto es que, a lo largo de la vida, todos buscamos rostros con los cuales podamos conectar.
En cambio, cuando nos miran, se alegran y nos sonríen, eso demuestra conexión con nosotros y nos sana. Pero esta alegría expresada en el rostro debe ser sincera, no exagerada ni una puesta en escena; simplemente el gozo de estar con otra vida y disfrutar de ese momento.
La actitud negativa de enojo se expresa en el rostro y genera malestar en el ambiente y distancia con el otro. En cambio, llegar a un lugar transmitiendo alegría establece un nuevo clima. Saludar y sonreír hace que se construya proximidad afectiva y surja bienestar. El otro se siente más cerca, más próximo, y percibe la alegría que experimenta el otro; este compartir la alegría juntos valora y sana a los demás.
Imaginemos que un gerente saluda a un empleado en su lugar de trabajo. Al hacerlo con una sonrisa, aquel que está jerárquicamente en un puesto inferior se siente valorado. En cambio, si es el cadete quien saluda con alegría al jefe, tal vez su superior no se sienta valorado, sino rejuvenecido o motivado. Siempre la alegría nos hace bien y resulta motivadora.
Más allá de este ejemplo de alegría del rostro ocasional, cuando llevamos eso a los vínculos cotidianos y lo repetimos, brindamos nutrición al otro y a nosotros mismos.
Nos convertimos en “generadores de alegría” y, tal vez, hoy más que nunca el mundo necesita emociones positivas que nos ayuden a surfear las olas más intensas que estamos viviendo.
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