Con Bruno en brazos, Mariela Itatí Milano celebraba su primer Día de la Madre cuando, así, de la nada, comenzó a convulsionar. Lo que vendría después, marcaría un cambio rotundo en su vida, en su profesión de médica pediatra y en su modo de pensar.
“Antes que me descubrieran el primer tumor pensaba que tenía toda la vida por delante pero el día que me enteré, se me paralizó el corazón. Mi hijo tenía apenas cinco meses y yo había pasado mi primer Día de la Madre cuando, a la madrugada, comencé a convulsionar. Pensé que entraba a quirófano y no salía viva por lo que me despedí de todos. Me recuperé rápido y seguí con mi vida, con igual o más trabajo que antes, no paraba. Pero seis años después, en 2012, cuando me volvieron a intervenir, ya no me importaban ni mis guardias ni las tareas en el hospital. Tuve que pasar dos veces por lo mismo para hacer ‘click’ pero lo primordial era mi salud y Bruno. Ahora ya no planifico a largo plazo porque me quedó el miedo de no estar mañana”, expresó la joven durante una pausa en su riguroso entrenamiento.
Al recordar su infancia en el barrio Patotí, de Posadas, asegura que “fue relinda. Trepaba y andaba en bicicleta desde que aprendí a caminar, y no la dejé más”. Y aunque entiende que no hay antecedentes de familiares deportistas, también la llevaban a natación, básquetbol, danza, patín. “Lo que hacía estaba bien, tanto para mí como para mis padres”, Rosa Feraudo y Ricardo “Chinito” Milano, que era quien siempre la acompañaba y era un poco el promotor que su hija estuviera siempre en movimiento.
Cursó la primaria en el Instituto Santa Catalina, y el secundario, en la Escuela Superior de Comercio Nº 6 “Mariano Moreno”, donde conoció a Viviana Maucci, que es una de sus mejores amigas. Luego, se ausentó por unos años para seguir sus estudios en la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional del Nordeste (UNNE) de donde egresó en 2003. Enseguida comenzó su residencia en el Hospital de Pediatría, de Posadas. “Siempre quise ser médica, con mi vecina Lorena Klein, jugaba a ser veterinaria o médica. Y como tales, atendíamos a nuestras mascotas”, aseguró Milano, entre risas. A eso se sumó la pasión que demostraba por la profesión su tío Pablo Sifredi, que era pediatra en Buenos Aires y que cada vez que se encontraban “me encantaba hablar con él, charlar sobre todas las cuestiones relacionadas al tema. También tengo a mi tío, Juan Andrés Milano, que es traumatólogo. La cuestión es que siempre quise ser médico pediatra. Me encantan los chicos. Por desgracia tuve un solo hijo porque quería tener un familión de al menos cinco hijos”, agregó.
Aunque no parezca, recordó que “siempre fui acelerada, con los deportes, con mi vida, con todo, manejaba mis revoluciones a mil. Cuando me detectan el tumor cerebral por primera vez, consulté a médicos de Posadas, que me dieron malos pronósticos. Entonces viajé a Buenos Aires con mi bebé que apenas tenía cinco meses y con quien era mi pareja en ese momento. Me operaron y si bien la recuperación fue la esperada, quedé tartamuda. Hice foniatría y como presenté mejoría, seguí con la residencia, seguí con las guardias en el hospital y sanatorios, acelerada como siempre con todo, a full. Pasaron seis años, y convulsiono nuevamente”, manifestó quien actualmente desarrolla su profesión en el CAPS Nº 1 de 115 y Centenario, y en el Nº 25, del barrio Sur Argentino, en la capital provincial.
Fue entonces, que le detectaron el mismo tumor, en el mismo sitio. Durante la espera para ingresar a cirugía Milano convulsionaba de manera intermitente. “Eso me deterioraba más aún. No podía utilizar la mano derecha, no podía caminar, me agarraban ataques de pánico. Cuando me operaron quedé totalmente hemipléjica del lado derecho. Me generaba impotencia no poder hacer nada y depender de todo el mundo. Mi mamá me cocinaba, me bañaba, me vestía, y yo era imposible, irritable. En esa situación me tenían que bancar, y no fue fácil. Me hicieron quimioterapia, radioterapia”, siempre acompañada “de papá y de mi hermano Martín, a quienes agradezco tanto”. Aclaró que Rosa, su mamá, podría acompañarla pero “no quería que lo hiciera porque ella es un poco exagerada, si convulsiono, se desespera. Entonces prefería a alguien fuerte a mi lado”.
Entre idas y vueltas, porque venía a ver a su pequeño, fueron tres meses de radioterapia en Buenos Aires -vivía en casa de sus familiares Krause y Marchand, a quienes está muy agradecida-, totalizando ocho meses de estadía en la capital del país, hasta que pudo regresar a Posadas. “Cuando tenía la primera consulta por este segundo tumor, era el primer día de clases de mi hijo Bruno, que tenía seis años. Y me partió el alma no poder estar presente en una fecha tan importante”.
A salir adelante, “me ayudó mucho la terapia, la kinesiología, agradezco al doctor Roberto Gisin que es médico fisiatra y a su equipo, a mis amistades y a mi familia, que son de fierro. Acudí a tres psicólogas y a un psiquiatra y solamente lloraba. No me podían sacar una palabra. Y con la actividad física (bicicleta y canotaje) salí adelante”.
Concurría al gimnasio donde el profesor Horacio Quiroga, “me ejercitaba con botellitas vacías de medio litro y no lograba levantarlas. Llevó un largo tiempo, y costó ocho meses rehabilitar mi mano. Caminaba, levantaba el brazo, pero mis dedos no se podían mover. Me costó ocho meses rehabilitarlos”, insistió. Dejó de lado las guardias médicas, el hospital y todo lo que la estresaba.
“Me pasaron a planta permanente en Salud Pública para trabajar en los centros de salud, pero ya no me ocupo, por ejemplo, del sanatorio privado. Nada de lo que represente estrés. Gano menos dinero pero tengo más calidad de vida. Soy una bendecida porque no pensaba que iba a salir de ésta”, acotó.
Lo que Mariela saca en limpio de toda esta situación traumática “es que hay que vivir cada instante porque la vida es una sumatoria de momentos e instantes. Hay que disfrutar más de la vida, no acumular tanto dinero. Si me moría, no disfrutaba de nada. Hay que disfrutar más la vida y de las cosas que tenés. Por ejemplo, las amistades y la familia son para mí, muy importantes. Trato de no hacerme problemas por nada, lo que tiene solución, se soluciona; lo que no, no me genera problema”.
Pero, a pesar de todas estas adversidades, Mariela sigue siendo pediatra. Aunque los primeros tiempos fueron duros porque “antes era diestra, y me volví zurda. Anotaba a mis pacientes, todo de manera lenta y, a la vez, tartamudeaba, casi no me entendían. Pero mis pacientes me tuvieron paciencia. Pero yo soy feliz, trabajo feliz, voy a la salita feliz. Nadie puede decir, tanto enfermeros como administrativos, que entro con mala cara. Siempre hago bromas, nunca fui a trabajar de mala gana. Por eso calculo que mi salud depende del deporte, de la vida sana que llevo, de la alimentación, de lo feliz que soy, de lo privilegiada y bendecida que soy. Desde el 2006 no contraje ni una gripe ni un dolor de garganta”, celebró.
Y a pesar de la pandemia, continuó trabajando. Podría haber tomado una licencia por ser paciente de riesgo y no trabajar porque “toda la vida seré oncológica -así me rotulan- y todos los años me tengo que hacer controles. Pero elijo trabajar porque me gusta, me levanto temprano para cumplir con mis obligaciones y no saco vacaciones a menos que salga a algún lado”. Y como si fuera poco, nunca dejó de practicar deportes.
“Un domingo atrás corrí una maratón en Puerto Leoni, unos días antes en Santo Pipó. Me gusta hacer esas competencias que son para participar, en las que ni me entero en qué puesto salí, es la satisfacción de superarme, de poder correr diez kilómetros, socializar, disfrutar del día”, y eso la carga de energía. Actualmente entrena crossfit y mountain bike, y los sábados “vamos a pedalear a Profundidad, a Loreto, a San Ignacio, donde pasamos el día. Somos un grupo relindo por lo general compuesto por personal médico o asociado con la salud. Disfruto de las travesías al aire, en medio de la naturaleza”.