Quizás encaminados ya hacia un período pospandemia, subyace la certeza de que la agenda social ganó terreno como nunca antes a partir de la crisis sanitaria.
Como pocas veces en la historia reciente, los argentinos caímos en la cuenta de que estamos atravesados por la pobreza y la desigualdad, fenómenos que se acentuaron durante las diferentes etapas del aislamiento por el COVID-19.
Miles de familias fueron empujadas mes a mes por debajo de la línea de la pobreza y, desde entonces, alcanzar la Canasta Básica (o la Alimentaria) se volvió una odisea para esas personas. Así las cosas, llegamos a cifras estremecedoras: más del 42% de la población sumida en la pobreza con pasmosos índices en la infancia y en personas sufriendo indiferencia.
Pero si bien es cierto que la pandemia profundizó estas desgracias, no es menos cierto que se trata de problemas estructurales antes que emergentes y las explicaciones que sostienen esta tesis son abundantes.
Una de ellas es que más de la mitad de la población activa está fuera del circuito del mercado formal, con empleos precarios, en negro, desocupados o cuasi esclavizados. Y a la par de ese argumento se desarrollan otros fenómenos complejos y agresivos: extendida recesión, procesos inflacionarios con índices inéditos y desopilantes, progresiva pérdida del poder adquisitivo, jubilaciones cada vez más pobres y elevados niveles de asistencia pública sin reconversión productiva.
El resultado a la vuelta de lustros y lustros de hacer las cosas de la misma forma es el que advertimos hoy, pobreza en aumento, desempleo extendido y poco margen de maniobrabilidad.
Debería estar claro para quienes gobernaron, gobiernan y gobernarán el país que mientras no se comprenda cabalmente la cuestión de fondo y se adopten nuevos enfoques, difícilmente cambien los resultados.
La pandemia está camino a ser un trágico recuerdo, pero tras su paso Argentina demandará transformaciones que requerirán de nuevas visiones y perspectivas de nuestros gobernantes.