Una década de marcado estancamiento, sucesivos períodos recesivos con altos índices de inflación y el golpe letal de una pandemia depositan a los argentinos frente a unas nuevas Primarias con fuerte impacto en los salarios, el empleo y el consumo.
Como pocas veces antes los argentinos comprenden que la crisis trasciende a las afinidades partidarias y que todos los gobiernos durante los últimos lustros tienen su cuota de responsabilidad para que las cosas sean como son hoy.
Así las cosas, y a juzgar por lo que ocurrió en las diferentes elecciones que se desarrollaron en lo que va del año, crece entre los frente oficialistas y opositores el temor al desencanto hacia la oferta electoral, a que la apatía atente contra la concurrencia a las urnas.
La sensación de descontento social es tal que existen pronósticos que indican que el nivel de participación el próximo domingo 12 de septiembre podría tocar su punto más bajo desde el establecimiento de este tipo de comicios, en 2011.
Claro está, también prevalece el temor de muchos electores a contagiarse coronavirus por concurrir a votar más allá de que se hayan elaborado protocolos específicos para el caso.
Pero más allá de la situación sanitaria que persiste en la agenda de preocupaciones de los argentinos, es de destacar que son los propios gobernantes y sus candidatos los que desencantan.
Y es que históricamente los dirigentes y sus frentes confrontaron ideas, ideologías, proyectos y formas de interpretar y proyectar el presente y el futuro del pueblo. Pero a la vuelta de los últimos años muchos se encargaron de mostrar a la clase política como una entidad disociada de los problemas cotidianos y más bien preocupada por cuidar sus propios privilegios.
Es evidente que el estado de la economía argentina es crítico y empuja al desánimo, pero también lo es que el grueso de la clase política sigue sin estar a la altura generando la apatía de los votantes.