Vinimos a esta vida a aprender y ser felices y en ese camino tenemos un “enemigo constante” que es nuestro ego. El ego es muy engañoso, aparece cuando menos lo esperamos y está muchas veces camuflado de buenas intenciones que nos hace difícil reconocerlo.
El ego está enfocado en mí mientras que el amor está enfocado no solo en mí sino en los demás. El ego piensa en recibir y ser reconocido ante las demás personas y el amor solo piensa en dar en el más absoluto anonimato.
Hasta acá parecería fácil detectarlo, pero lo peligroso de él es que se disfraza y se mezcla con buenos actos y muchas veces no lo percibimos, pero ahí está.
Cuando hablamos ante varias personas o frente a alguien que consideramos importante ¿lo hacemos para dar un aporte al tema que se está tratando o para mostrar que sabemos y entonces nos admiren? Cuando ayudamos a superar algo a alguien, ¿queremos que se sepa que fue gracias a nosotros que pudo hacerlo? ¿Si un proyecto de equipo se transforma en éxito y fue por una idea que nosotros tuvimos queremos que eso trascienda?
Estas situaciones son naturales y a todos nos ha tocado en algún momento sentirlas, lo importante es saber que existen, que están ahí muy cerca y si de verdad queremos ir creciendo es vital aprender a descubrirlas antes que se manifiesten y poder así de a poco ir matando la parte negativa de nuestro ego.
Poder liberarnos del ego es entender que valemos por lo que somos, no necesitamos demostrar que sabemos, que somos valiosos o dignos de admiración. Es comprender que el reconocimiento de los demás no aumenta nuestro valor.
Para ello, tenemos un arma muy poderosa y es antes de hablar, antes de actuar preguntarnos: ¿para qué lo voy a hacer? ¿Qué quiero lograr? La intención lo transforma todo, un mismo acto puede ser totalmente distinto según qué nos motive a hacerlo.
Todo lo que sale de nosotros lo hace impulsado por una fuerza, un propósito y es tan poderoso que influye en las palabras que usamos, la forma en que nos movemos y cómo lo decimos. Si nuestra intención es aportar, inconscientemente elegimos palabras enfocadas en el otro y no en nosotros, ésta intención se percibe en el aire, es invisible pero el otro la siente y hace que nuestras palabras tengan el poder de llegar y acariciar. Como expresa Mahatma Gandhi: “Cuando el ego muere, el alma despierta”.