Me crucé con quien era hace un año atrás y no me reconocí.
Suele decirse que una persona no nace de verdad hasta que la vida le da un golpe. Hasta que aprende a ser fuerte. Las adversidades son fuentes poderosas de aprendizaje. Períodos en los que descubrimos lo que nos identifica y por lo que vale la pena luchar.
¿Qué sabemos acerca del otro?, ¿qué sabemos de su sentir? Cuando hablamos livianamente del otro, próximo nuestro o no, ¿sabemos de él realmente?
De por sí es complicado adentrarse en las profundidades de uno mismo e intentar conocerse, ¿cómo sabremos cuáles son las motivaciones de los demás?, o ¿cómo está viviendo esa persona alguna situación?
No nos damos cuenta que nos pasamos media vida intentando averiguar la vida de los demás, y casi la otra media juzgando sus comportamientos, como si no tuviéramos suficiente con hacernos cargo de nosotros mismos.
Les propongo hacer un pequeño ejercicio. Tal vez muchos lo han hecho, pero vale a modo de ejemplo. ¿Les pasó de ir en colectivo, tren o en avión y mirar a las personas, pensar en sus miradas y flashear historias? Imaginemos que nos sentamos un ratito con cada una y que nos cuentan algo.
Al llegar a este punto de la lectura, ya estará ansioso por contar su experiencia, ¿no? Mi última experiencia hace un par de años: volvía de Bogotá hasta Asunción y al lado mío se sentó una joven silenciosa y de mirada triste. Cambiamos unas palabras y me cuenta por qué viajaba a Asunción. Sus palabras fluían y mi corazón se aceleraba.
Lucila había embarcado en Bogotá pero era del interior de Colombia. Desde jovencita (ella y sus 3 hermanas) perdieron a su papá en manos de la guerrilla y a puros balazos perdieron también sus tierras y la empresa familiar. Lucila se convirtió en misionera y sus hermanas eran, una médica y las otras docentes. Su madre sobrevivió y pudo llevar adelante la familia.
Como estas historias hay muchas, cuando uno se interesa verdaderamente por el otro y escucha atentamente. La última experiencia de compañeros de viaje fue en el vuelo hacia Kenia a principios del 2020 cuando una monja argentina se me acerca al oir mi inglés poco fluido y me cuenta, después que le dije iba a Kenia, que hacía diez años vivía en una comunidad en Costa de Marfil, ayudando a miles de necesitados y con el alma hecha añicos.
Luego de estas experiencias pienso “cuántas veces también fuimos a trabajar sin poder con el mundo”, disimulando lágrimas, con el alma agotada. Cuántas veces necesitamos hablar con alguien y no dijimos nada.
Cuántas veces llegamos a un lugar y pusimos una sonrisa o regalamos palabras que no teníamos para nosotros.
No sé, tal vez por estas cosas es que siempre me detengo a ver los rostros de esa gente, una palabra amable, una sonrisa. Detenerme en los o las que pierden la mirada en la ventanilla, en sus rodillas o en la mismísima nada.
Siempre me pregunto si tendrán la bendición de contarle a alguien lo que les pasa o si se meterán para adentro como un bicho bolita. A mí se me pierde la mirada cuando algo me preocupa y a veces no sé cómo ponerlo en palabras, ni a quién explicarle lo que ni yo entiendo.
Ahí me veo desde afuera, sentada en el colectivo, mirando la nostalgia inexplicable de los demás en mi espejo. Hasta la próxima.