Antonio Berni murió el 13 de octubre de 1981 en un accidente doméstico en su taller. Seis años antes había dicho “la muerte es un hecho natural. Un día va a entrar por la puerta de mi taller y yo no lo voy a impedir. Seguiré pintando. Que me lleve con el pincel yel caballete, si quiere”.
Una obediente ficha cronológica diría que nació el 14 de mayo de 1905 en Rosario (Santa Fe), que expuso por primera vez a los 14 años en su ciudad natal (“un niño prodigio”, exageró un diario de allá) y que su “bautismo de fuego” en Buenos Aires tuvo lugar tres años después, en la mítica galería Witcomb.
Pero quizás sea más secretamente decisivo, en el itinerario de Berni, un episodio de cuando tenía 10 años: “Yo me escapaba de la escuela para ir a la librería de un amigo de mi padre que levantaba la quiniela. La clientela era escasa y este hombre y yo nos pasábamos el día dibujando. Cuando mi padre me pescó, me dio una paliza con una cinta métrica, de esas de hule que usaban los sastres. Y después habló con el amigo, que le dijo que yo tenía un don natural. En esa época no había academias en Rosario, pero él conocía un taller de vitrales de unos catalanes, los Buxadera. Así que fue para allá y los convenció de que me tomara”.
En ese inicial taller de vitrales, Berni entraría en contacto por primera vez con la idea del arte como una dinámica de acción colectiva. Y descubriría algo más, como él mismo solía decir con humor: “Los que te dan paliza son siempre los que tienen en la mano la cinta de medir”.
El segundo momento decisivo en su vida es el viaje a Europa: había partido a España becado por el Jockey Club rosarino, que seguramente aspiraba a convertirlo en un nuevo Joaquín Sorolla.
Sin embargo, tres meses le bastaron a Berni para darse cuenta de que el lugar para estar en esa época (1925) era París, la ciudad donde conoció al que sería su mejor amigo, donde leyó por primera vez a Marx y a Freud, y donde se convirtió en el primer argentino surrealista, aunque por vía futurista, si bien después frecuentó a André Bretón y el resto de la cúpula surrealista en París.
Casi de inmediato su pintura deja atrás los últimos restos de impresionismo para dejarse influir por el cubismo y por la pintura metafísica de Giorgio de Chirico. Si bien expone en Buenos Aires parte de lo que pinta allá, la verdadera decantación se produce en su retorno a la Argentina, a fines de los años 30.
Pero si un Berni surrealista no fue fácil de tragar para la crítica y la sociedad de esa época, el Berni realista sería aún de más difícil digestión. Porque era la Década Infame y “la desocupación, las huelgas, la miseria, las luchas obreras, las ollas populares eran una tremenda realidad que rompía los ojos”.
“Desocupados” (1934, rechazado por el Salón Nacional), “Manifestación” (1935), “Chacareros” (1936)… Berni habla de un “Nuevo Realismo”, alternativa al realismo socialista: “Crear una auténtica cultura continental para América Latina, en donde el cómo pintar se complete con el saber qué pintar, para lograr máxima identidad entre forma y contenido”.
El siguiente viraje estético se produce en 1958: con “La Carnicería”, Berni pulveriza su estilo y pone en la tela un collage de materias heterodoxas. En 1960 muestra “Villa Piolín” en la Primera Exposición de Arte Moderno y un año después, cuelga cinco “Juanitos” en Witcomb, en una de sus muestras más unánimemente elogiadas. Y en 1962 llega el reconocimiento internacional: sorprende al mundo con una técnica desconocida (el xicollage relieve) y gana el premio de grabado en la Bienal de Venecia.
En 1964 va un paso más allá, cuando empieza con “Los Monstruos” (“esos bichos extraños que hablan de otro mundo, hechos con la basura de este mundo”) y luego “La Masacre de los Inocentes”, “Los Rehenes” (por cuya exhibición en París le ponen una bomba en la puerta de su casa-taller en Buenos Aires) y la instalación de “La Difunta”.