Una máxima para nada escrita en la práctica política, pero demasiado empleada durante las últimas décadas, consiste en trasladar al pueblo las diferencias logrando que construyamos nuestra ideología en clara oposición al otro. Nos hacemos cargo de lo que ocurre puertas adentro del poder y trasladamos esas tensiones a las calles, a nuestras vidas.
La “grieta”, que no es otra cosa más que las diferencias que se plantean los gobernantes en las formas de ejercer el poder, pero que indefectiblemente nos condujeron a este estado de crisis, se motorizó y maximizó enormemente desde arriba hacia abajo durante estos años a punto tal que en las mesas argentinas difícilmente se pueda dialogar sobre el estado de las cosas sin que la discusión adquiera tonos altos.
Ellos, en cambio, siguen enroscados en el poder período tras período y se cambian de bando como si nada delegando sus luchas y defensas a sus seguidores.
Pero la crisis, que trasciende a los colores políticos y a sus ideologías, alcanza hoy a la mayoría de los argentinos abriendo el camino hacia una nueva instancia.
Como nunca antes quizás, el humor social está distanciado de lo que pretenden los funcionarios. Como pocas veces en las últimas décadas, a las encuestadoras les resulta imposible saber de antemano lo que hará el electorado argentino e incurren una y otra vez en malas proyecciones.
“La gente está cada vez más lejos de la política y más enojada”, dice el último trabajo de la consultora Taquión, que advierte en las últimas semanas que la sociedad presenta un “crecimiento del malestar con todas las figuras políticas”.
La respuesta está ahí, clara y sin matices y se explica en los problemas para poder vivir tranquilo, de lo propio, pensar en el futuro nuestro y de nuestros hijos sin mayores complicaciones.
La “grieta”, ese negocio electoral que buena parte de la clase política usa para ganar, tiende a envejecer como argumento y a no servir cuando la realidad requiere de criterio y trabajo responsable.