Sobrevivir a la fiebre tifoidea cuando tenía apenas siete años fue, quizás, uno de los motivos que llevó a Porfirio Publio Mestas Nuñez (92) a estudiar medicina. Comenzó sus estudios en su Perú natal y los continuó en la Universidad de Buenos Aires (UBA), donde recibió el título de cirujano “pero después me enamoré de la radiología y me dediqué al diagnóstico por imágenes (imagenología)”. Luego se radicó en Misiones, de donde era oriunda su esposa, Andrea Gómez, y su primer destino fue Bernardo de Irigoyen. Después de varios años, se radicó en Posadas, donde ejerció la medicina privada por alrededor de 50 años.
El médico nació el 17 de enero de 1929 en Puno, ciudad ubicada a 3.982 metros sobre el nivel del mar, a orillas del lago Titicaca. Hijo de padres de origen campesino, único varón de seis hermanos, cursó sus estudios primarios y secundarios en dicha ciudad, donde además del cursado, ayudaba a su padre que era tenedor de libros en la proveeduría de los trabajadores del ferrocarril. Desde niño leyó revistas que provenían de Argentina, lo que le permitió tener un temprano conocimiento, demostrar gran interés por la literatura y admiración por este país.
“Leí mucho. No podía practicar deportes porque me quedé resentido físicamente debido a la enfermedad, entonces me dedicaba a leer. No tenía otra posibilidad de distracción, fuera del colegio. Mi padre compraba la revista Leoplan, que en esa época estaba de moda, y todos los meses sacaba una novela. Así, en cinco años leí alrededor de 60 libros (clásicos, Chejov, hasta Freud). Eso me ayudó para desenvolverme. Me quedé sin leer algunos pocos títulos”, aseguró.
Entiende que, merced a los cuidados que recibió de su madre, sobrevivió a la enfermedad. “No había medicina para la fiebre alta, solamente una dieta estricta. Después de estar dos meses en cama, me levanté con la ayuda de un bastón, y volví a la escuela. De chico era muy inquieto, muy travieso. Y siempre soñé con ser médico. Yo podría cambiarme de ocupación porque estaba encaminado en la economía. Tranquilamente estaba encaminado para trabajar de auditor, pero tenía la mente en medicina. Mi padre había comprado libros de contabilidad, pero yo no los supe aprovechar”.
Terminó el secundario a los 15 años, y a los 16 viajó a Cusco para realizar la premédica en la Universidad de San Antonio de esa ciudad. A los 18, se trasladó a Lima, donde cursó los dos primeros años de la carrera de medicina en la Universidad de San Marcos. El primer año “me pasé todo el tiempo visitando la sala de los tuberculosos. Era terrible. No me agarró porque era joven y tenía fortaleza”, recordó.
El hecho de que sus hermanas mayores, Esperanza y Doris, también estudiaran medicina (una cardióloga y la otra psiquiatra), condicionó la economía familiar, por lo que tuvo que abandonar y regresar a Puno. “El presupuesto había quedado corto. Ellas estaban en un internado de monjas, y yo tenía que estar en una pensión. Entonces le dije a mi padre que iba a trabajar un año para conseguir el pasaje y venir a la Argentina. Mis padres consintieron, no sé por qué si por mi porvenir o porque no podían mantenernos”, expresó.
En 1951, a los 22 años, decidió buscar un nuevo horizonte en Argentina, país que admiró desde su infancia y que dadas sus ventajosas condiciones le permitiría trabajar y estudiar. Llegó en tren a la estación de Retiro, proveniente de la ciudad de La Paz, con una valija llena de esperanzas e ilusiones. En Buenos Aires, rápidamente consiguió trabajo en una distribuidora de tejidos de algodón y luego de numerosos trámites, equivalencias y exámenes, logró retomar los estudios de medicina en 1953, en la Universidad de Buenos Aires.
“Tres días después de llegar, ya estaba trabajando en un hotelito que estaba cerca de la calle Florida, que desapareció al modificarse la calle Córdoba. Comencé a estudiar y a trabajar. Me costó un poco porque cuando me fui de Lima, me faltaba la nota más brava que era fisiología, que en esa época era impartida por el Premio Nobel, Bernardo Houssay (médico, catedrático y farmacéutico argentino). Pero lo hice”, manifestó.
En 1954 conoció a Andrea Gómez, una misionera estudiante de derecho en la UBA, con quien se casó tras un corto noviazgo. En 1955, emprendieron una vida juntos, llena de alegrías y sacrificios, trabajando juntos a la par, persiguiendo un objetivo común.
Su vida de estudiante en Buenos Aires siempre fue muy dura, requiriendo innumerables mudanzas por distintas pensiones, con equipaje ligero, conociendo así los diferentes barrios porteños. En 1956 realizó guardias como practicante en el Hospital Durand y luego en el Hospital Sirio Libanés, donde adquirió habilidades y destrezas en el campo quirúrgico. En 1962 recibió el tan anhelado título de médico.
Cambio de planes
La familia iba creciendo y las condiciones laborales no eran las deseadas, entonces consideró la posibilidad de instalarse en alguna localidad del interior del país. Entre las diferentes ofertas laborales, evaluó la posibilidad de ir a la Patagonia, donde había buenas oportunidades. “Cuando me recibí quería ir al Sur, pero cuando el funcionario que me entrevistó en la casa de Tierra del Fuego, apareció a mediodía, con una montaña de abrigos, porque bajaba del avión, en un momento que yo estaba traspirando porque era noviembre y hacía un calor bárbaro, me desanimé”, manifestó.
A fines de 1962 llegó a Posadas, con la idea de establecerse allí, pero sólo pudo conseguir un nombramiento de médico de Salud Pública en Bernardo de Irigoyen, localidad situada a 300 kilómetros de la capital, en el extremo oriental de la provincia, al límite con la República Federativa del Brasil. A principios de 1963 partió con su familia rumbo a esa aventura, a bordo del Jeep del Ministerio de Salud Pública. Debido a las serranías y a las rutas de tierra -el asfalto llegaba hasta el arroyo San Juan, cerca de Santa Ana-, llegar a destino implicaba un día y medio de viaje.
Este pueblo lo recibió con los brazos abiertos. Ejerció allí su profesión, como único médico a cargo de una pequeña sala de primeros auxilios. Un desafío nada fácil. Tuvo que aprender “portuñol” para comunicarse con los pobladores de ambos lados de la frontera seca que acudían a la consulta. Con muchos de esos pacientes estableció lazos de amistad que perduraron a lo largo de los años.
No sólo atendía a los pacientes en la sala, sino también partos, consultas pediátricas, enfermedades respiratorias, abdominales y urgencias de todo tipo, a hora y deshora, en los domicilios particulares. Incluso en la localidad de San Antonio, situada a 30 kilómetros de Bernardo de Irigoyen, donde tampoco había médico. En algunas oportunidades tuvo que atender también, a heridos a “machetazos” en reyertas pueblerinas.
Una de las anécdotas más recordadas fue cuando tuvo que “internar” a un enfermo de tétanos en un hotel por horas, ya que el pueblo no contaba con camas para internación. Por ese mismo motivo, algunos pacientes se internaban en la clínica del “Dr. Luis”, en Barracão (Brasil) donde eran atendidos por el Dr. Mestas Nuñez. Posteriormente se abrió un nuevo hospital privado del Dr. “Tito” Vieira Andrade, que fue amigo de la familia.
“Me fue bien en mis comienzos. La gente me recuerda porque fui el primer médico de Irigoyen. Me arreglé solo. Salud Pública hizo lo que pudo, pero más no hizo, porque no conseguí que me comprara una caja de cirugía menor, para curar a algún accidentado sencillo. Trabajé sin recursos. Apenas llegué me puse en contacto con los colegas de Brasil, y merced a ellos sobreviví en Irigoyen porque me dieron un lote para que me pudiera hacer mi casa. Ellos me dieron una gran mano”, recordó, agradecido el peruano, nacionalizado argentino.
Agregó que “lo principal era tener una sala de primeros auxilios bien dotada, pero no tenía ninguna. Era una casita que lo único que de casualidad tenía luz porque estaba sobre la ruta. No tenía agua, ni enfermera”, acotó, feliz con sus quince nietos y tres bisnietos.
Mejores perspectivas
En 1966, gracias a la venta de una casa de madera y utilizando ahorros, viajó a Buenos Aires para seguir capacitándose en cirugía y gastroenterología en el Hospital Bonorino Udaondo. En 1968, con el fin de poder dedicarse a la cirugía general y operar con mayor asiduidad, renunció a su cargo en Salud Pública y se trasladó a la ciudad de Posadas. Empezar de nuevo aquí, no fue una tarea fácil. Consiguió un contrato temporal para realizar la guardia de los sábados en el Hospital Central Ramón Madariaga, mientras Andrea ejercía la docencia viajando diariamente al paraje “Las Quemadas”, en Cerro Corá.
A fines de la década del 60, gracias a la invitación de su colega y amigo, el Dr. Ricardo Barrios Arrechea, pudo ingresar como médico a un sanatorio privado que, al igual que otros nosocomios de la ciudad, permitía el desarrollo de la medicina privada de los jóvenes profesionales. Este sanatorio, que lo cobijó, y del cual luego fue socio, fue donde finalmente ejerció la medicina durante la mayor parte de su vida.
En diciembre de 1969, conversando con el pediatra Roberto Ríos, a cargo de la dirección médica del sanatorio, le preguntó a Porfirio si se animaba a manejar el aparato de rayos X y hacerse cargo del departamento de radiología. La respuesta fue un “¡por supuesto que sí!”. Y explicó que: “ya tengo conocimientos de la radiología digestiva y, quizás, si el Directorio me autoriza, podría ir unos meses a Buenos Aires para aprender de manera intensiva los aspectos técnicos de la radiología general y el manejo del equipamiento”. Fue de esta manera que, imprevistamente, la vida de Mestas Nuñez tomaría un rumbo tan inesperado como promisorio.
Con este nuevo proyecto en mente, viajó a la gran urbe para entrenarse de manera intensiva en radiología digestiva en el Hospital Bonorino Udaondo, con el Dr. Victorino D’Alotto, y en radiología general con el Dr. Pedro Scorza, realizando prácticas además en el moderno sanatorio Antártida, adquiriendo las competencias básicas necesarias para el desempeño como médico radiólogo.
A principios de la década del 70 no existía la ecografía ni la tomografía computada, y menos aún la resonancia magnética o endoscopía digestiva. Además, había pocas escuelas de radiología en el país -una de las más notables fue la del Hospital Rawson de Buenos Aires- y el sistema de residencias médicas no estaba institucionalizado. Todo esto hacía mucho más meritoria la carrera de los médicos radiólogos de la época y en especial viviendo lejos de Capital Federal. Mestas Nuñez se dio cuenta que estudiar y capacitarse era la manera de seguir avanzando en el conocimiento de este nuevo “arte”. Así que realizó numerosos cursos en Buenos Aires, algunos con el profesor Dr. Carlos Bruguera, pionero de la ecografía en el país.
Invertir en tecnología era una de las claves del éxito, y así fue que adquirió sucesivamente varios modelos de equipos de ultrasonido, con los que fue ganando prestigio en el medio. La alta demanda de estas prácticas y la oferta limitada en ese momento, hizo necesario el desplazamiento a numerosas localidades del interior de la provincia, difundiendo la especialidad y facilitando el acceso de la población a este método. Es así que, durante diez años, emprendió viajes semanales por numerosas localidades en dos circuitos: el de la ruta 12 visitando: San Ignacio, Gobernador Roca, Jardín América, Capioví y Puerto Rico, y el de la ruta 14, comprendido por; Leandro N. Alem, Aristóbulo del Valle, Salto Encantado, Dos de Mayo y San Vicente. Esto le permitió estrechar vínculos personales y profesionales con reconocidos profesionales como los doctores Otto Pigerl, Franz Mendoza Ugarte, Raúl Balderrama, David Rebatta Ovalle, Salim Ahuad, Steckler, Juan Alegre, Pedro Pace, Esteban Pereyra (p), Juan Yaluk, Jorge Sartori, Juan Visentin y Adalid Arredondo Córdoba, entre otros. Aún por estos días, muchas pacientes y sus hijos preguntan con cariño por el “Dr. Mestas Nuñez”. Esas incansables y no menos peligrosas “giras”, establecieron récord de kilómetros recorridos, acompañados por su sobrino, chofer y secretario Don Guillermo Onofre González, cuya invalorable ayuda, fue indispensable para tremendo trabajo.
Vida de satisfacciones
Para este prestigioso médico, la vida fue de muchas satisfacciones. “Tengo tantas cosas que contar. Parece mentira como pasaron los años”, sostuvo Mestas Nuñez, que aprendió “de oído” lo poco que sabe del quechua, que junto con el aymará era el idioma que hablaba su padre hasta los diez años, que es cuando aprendió el castellano. “No me preocupé en practicarlo, y tampoco ellos tenían interés en enseñarlo. Tampoco sé masticar las hojas de coca, las probé, pero no se hacer el bolo (aculli). En mi época todos las sabían masticar”, lamentó.
Fue miembro del Círculo Médico de Misiones Zona Sur, pero “me dediqué a trabajar, por lo general desde las 6 a las 22, entonces no tenía tiempo para ocupar cargos. No podría haber podido hacer lo que hice si no venía a este país. Me hice el propósito era que cuando venía acá iba a darle a mis hijos el estudio que se merecían. Mis padres vivían en el campo, y aprendieron de la conducta de los animales, para quienes no existe feriado, porque todos comen. Esa política me sirvió porque los pacientes no pueden esperar un feriado. Pero fui un poco exagerado porque, por actuar así, no conocí ni el Teatro Colón, de Buenos Aires, habiendo vivido un tiempo allí. Conozco Europa, un poco de África, pero me faltó Perú. No conozco más que mi pueblo y los lugares por los que pasaba. Me gustaría pasar allí unas vacaciones, porque ahora sí, me las puedo tomar”.
Confió que su esposa, que hasta el último momento fue socia de la SADEM, escribió varios libros sobre “nuestras andanzas. Nunca supe que se dedicaba a escribir, porque lo hacía por la noche, hasta que a los 60 años se le ocurrió publicar” sus obras.