Cada año es un ciclo y los ciclos comienzan con nuevas expectativas, alegrías, descubrimientos, desafíos y tristezas, y significan otra oportunidad para esas cosas que nos quedaron en el tintero.
En este sentido, y pasada la pandemia en su estado más duro, con todo lo que ella nos ha dejado, pérdidas, angustias y secuelas, estas fiestas pueden significar un momento especial porque inauguran una etapa nueva y en la que resulta inevitable poner en la balanza lo que hemos logrado y lo que no.
Así es, Nochebuena, Navidad y fin de año son las Fiestas que hemos vivido a lo largo de nuestra vida. Y en especial nos traen recuerdos de nuestra infancia y adolescencia. Todas las que vienen después son una excusa para intentar, muchas veces sin éxito, revivir aquellas otras. Ahora con otras presencias, con ausencias y con otras inquietudes.
En noviembre el tema de las Fiestas aparece primero tímidamente y luego como mayor intensidad a medida que se acercan las fechas. Cada uno en su familia piensa en su “fiesta” y la manera en que la vive. A primera vista aparecen los lugares comunes, los que no estarán y los nuevos que compartirán nuestra mesa. Amigos…, los que hoy no son tan frecuentes y los nuevos que también aparecieron tímidamente.
Solemos preguntarnos: “¿Y qué esperamos de estas fiestas?”.
El interrogante nos pone un instante de vacilación en los ojos. Curiosamente, y a pesar que la pregunta apunta al futuro, es una constante que cada uno busca la respuesta en el pasado. Y nos ponemos a recordar. Casi podemos sentir como un ramalazao de emociones nos sacude y nos lleva a aquel otro tiempo. A aquellas otras fiestas, donde seguramente quedaron marcados a fuego en la memoria momentos de alegría, de cierto caos, con mesas armadas para grandes y niños, todos juntos o algunos poquitos, porque también nos repartimos en la fiestas con la familia política o amigos.
También las hemos tenido con parientes lejanos que invadían la casa por unas horas o unos días y un frenético ir y venir de la dueña de casa, sacando el mantel de Navidad para lavarlo de apuro y quitarle el amarillo acumulado en 365 días de inactividad.
Aparece el encargado de las bebidas y el hielo. Los más jóvenes ayudando con la ensalada de frutas y ensuciando la cocina ante la mirada resignada de la abuela que querría hacerlo todo ella y no delegar nada. Como antes.
Este año nos promete otra mesa y sobremesa, la promesa de una sobremesa que deje de lado la política y el fútbol; la pelea para que los más jóvenes se queden un rato para brindar con la familia aunque los amigos esperen en la puerta para irse a bailar y que dejen el bendito celular por un rato. Rápido, rápido que ya van a dar las doce y falta el brindis y no cortamos los turrones.
Vendrá el pan dulce y su particular manera de dividir los bandos. Los que lo comen todo, los que le sacan las pasas de uva, los que sólo comen las frutas abrillantadas, y, en mi caso, la espera por el pan dulce helado que tanto me gusta hacer.
Quedará algún vestido nuevo manchado, alguna lágrima escondida y la música de los adolescentes que siempre prima por sobre la nuestra.
Vendrá el abrazo sincero de aquellos que dejan por un lado la hostilidad y los reproches para ser parte de ese festejo maravilloso que cada año se presenta como una oportunidad de ser mejores, de cambiar algo, de seguir adelante pese a todo.
Y claro, si me hago la misma pregunta que hice al principio: – ¿Qué espero de estas “fiestas”?, seguramente que no pueda sustraerme a ese recuerdo. Pero no me quedo ahí. Precisamente esos recuerdos sean el trampolín ideal para saltar al presente y caer livianos y mejor parados que el año anterior.
Nosotros, los que peinamos canas, tenemos la fortuna de festejar por partida doble. Festejar por un lado el mágico recuerdo de aquellos días y por el otro la posibilidad de continuar el festejo por varios años más.
Y eso es lo que les quiero decir, que lo importante es tener un buen lugar desde donde salir disparado. Que sus hijos y sus nietos también merecen algo así. Que no podemos darnos el lujo de quitarles la experiencia maravillosa que hemos vivido nosotros. Y de eso se trata.
Nuestras fiestas deben ser el espejo donde mirarnos y ese espejo está adelante.
Miramos para adelante porque tenemos justamente el auxilio de la memoria, de lo vivido. De haber tenido la suerte de guardar tantos recuerdos que forman nuestra historia. Hagamos a nuestros jóvenes y a nosotros mismos el regalo de unas fiestas dignas de ser recordadas.
Que para reírse un rato con los chistes tontos de un primo, o hermano o el novio o novia de nuestras hijas e hijos, o saborear un pedazo de pan dulce de dudosa calidad no hace falta ser joven. Ni tener mucho dinero. Para levantar el vaso a las doce de la noche, sólo es necesario recordar que estas fiestas serán el recuerdo de los que vienen, de los que hoy no tiene el recuerdo de lo que fueron y lo que deben ser.
¿Y qué mejor futuro que ser parte de un buen recuerdo?
Hasta la próxima.