Por: Paco del Pino
Partamos de una base: el periodismo es como el barbijo. Cuando uno se siente cómodo con él es porque no lo está utilizando bien. Desde que se sentaron los cimientos de la profesión, se sabe que el periodismo es (debe ser) incómodo. Incómodo para todos.
Para los poderes de turno, que ven a la luz pública lo que pretendían ocultar o se ven interpelados por temas de los que preferirían no hablar. Para los propios periodistas, obligados a mantenerse alertas a cuanto les rodea y a interrogarse a sí mismos sobre la mejor forma de comunicar lo que averiguaron para cumplir cabalmente su misión de informar y conmover (es decir, de mover a la acción a sus destinatarios). E incómodo incluso para los receptores (lectores, oyentes, televidentes, usuarios), a los que el buen periodismo interpela también y los hace pensar y eventualmente actuar en consecuencia. Todo ello, sumado a la creciente incomodidad con la que afrontamos hoy en día el simple hecho de escuchar al otro.
Lo que pasa es que con el transcurso del tiempo, y sobre todo de dos décadas a esta parte, las cosas han cambiado mucho. Y uno de los primeros daños colaterales es el periodismo. Entre los muchos avances que han aportado las tecnologías (dejemos de llamarlas nuevas, porque ya están bastante creciditas) se han colado también algunos retrocesos, o cuando menos obstáculos para el progreso.
Uno de ellos es la comodidad. Todo se ha simplificado tanto que el esfuerzo se ha convertido en un disvalor: ningún fin justifica esforzarse para llegar a él, acaso en la convicción de que antes o después se alcanzará -o nos lo alcanzarán- de forma más sencilla.
Extrapolado al mundo de las comunicaciones, ¿cuántos de nosotros no hemos visto alguna vez un titular o una foto en internet y hemos saltado directamente a los comentarios para ver si con eso nos alcanzar para enterarnos de lo que pasó? Y de última, ¿no es más divertido leer las opiniones de la gente, de nuestros pares, que ese relato o análisis aburrido de un tipo que se cree en posesión de la verdad sólo por haber estudiado, investigado y reflexionado?
En este contexto, ¿a alguien le sorprende que los medios de comunicación desaparezcan? Pues sí, están en extinción. Al fin y al cabo, como su nombre lo dice, los medios eran los intermediarios entre una porción de realidad y quienes no tenían acceso a ella. Hoy, con las redes sociales, hay muy pocos sin acceso a buena parte de la realidad. Hasta la realidad -de la mano de su socia, la autoridad- parece haberse acogido a una merecida jubilación ante la masiva (y cómoda) convicción de que la realidad no es lo que es, sino lo que uno cree que es.
La sociedad ha dejado de tener intermediarios y por eso los medios de comunicación han dejado de ser medios para convertirse en empresas de información, en un delivery a la carta donde el periodismo -salvo honrosas excepciones- corre detrás no ya del interés general, sino del interés personalísimo de cada individuo, ese que suma clicks a nuestros posteos (de ahí su valor), así que en realidad no es individuo sino usuario, no es persona sino el IP de una terminal informática, no es quien es sino lo que consume, o mejor dicho la proyección algorítimica de lo que va a consumir en función de lo que consumió anteriormente. Cada vez más lejos del libre albedrío que nos siguen prometiendo.
A los “exmedios”, jaqueados económicamente por una multiplicidad de factores que no vienen al caso (pero que se sintetizan en que cada componente de su estructura de negocio se ha mudado a otros vecindarios), les está costando volver al juego y remarcar la cancha. La urgencia los lleva a prácticas aperiodísticas (en algunos casos antiperiodísticas) para mantenerse a flote hasta que pase la tormenta, porque a nadie debería escapársele que la actual “revolución” correrá la misma suerte que las anteriores y en algún momento quedará perimida. Pero entretanto, ¿cuántos se irán ahogando por el camino?
Dar al público lo que pide es un arma de doble filo tan damocliana como lo fue en su momento darle gratis la información de calidad que tanto esfuerzo económico y recursos humanos demandaba: los usuarios se acostumbraron tanto a la gratuidad que hoy es casi una ofensa pedirles que paguen por ello. Con ese ejemplo en mente: ¿cuánto está dispuesto a ceder de su esencia el periodismo para seguir sobreviviendo?
Empecemos por algo que parece una pavada pero que tiene un profundo alcance simbólico: la icónica pirámide invertida ha muerto. Ese “viejo” esquema de organización de la noticia que permitía al lector en apenas uno o dos párrafos saber qué pasaba y por qué, dónde, cuándo, cómo y quiénes eran los protagonistas, se ha abandonado para que el usuario no nos abandone. Como los “exmedios” necesitan que quienes los visitan permanezcan la mayor cantidad de tiempo en sus páginas, demoran lo más posible los datos esenciales y dedican los primeros párrafos a circunloquios más o menos envolventes para conducir a los lectores hasta el final. Entienden que si las claves están al principio, la comodidad hará que los usuarios dejen de consumir el resto del contenido y pasen a otra cosa (o peor, a otro “exmedio”). ¿Solución? Ofrecemos un peor producto para obtener mejor “performance”. ¿Solución? ¿Por cuánto tiempo? ¿Tan estúpidos son nuestros lectores?
La misma lógica se replica en otras “nuevas prácticas” como jugar al misterio (ofrecer preguntas en lugar de respuestas) o el empobrecimiento del uso del lenguaje, para hacerse ver al mismo nivel que el lector (¿cuál lector, en todo caso?) y no como una pretenciosa autoridad que trata de “bajar línea”. Y conduce a una tendencia que resulta aún más inquietante: el abandono de la objetividad.
Sí, es cierto, el dilema de la objetividad ha sido motivo de debate desde hace décadas, porque al fin y al cabo ¿qué es la objetividad? Soy de los que conceden que en el fondo no existe, ya que la simple elección de qué tema merece ser informado y qué enfoque se le da representa en sí misma un sesgo subjetivo.
Pero a lo que voy es a la subjetividad deliberada: no al sesgo subjetivo inherente a todo acto humano, incluido el de informar, sino al uso de la ideologización e incluso de la polémica como forma de atraer lectores (clicks). Y todo porque en la era de los algoritmos, el alcance se obtiene extremando posturas.
Según analizó Julia Munslow para The Wall Street Journal, los “nuevos” (o por lo menos los últimos hasta ahora) consumidores, la Generación Z, valoran más las opiniones que las informaciones basadas en hechos. Por eso los jóvenes confían más en los influencers que en los periodistas tradicionales.
“Escuchar las dos campanas” no está de moda: hay que tomar postura, si se quiere ser “auténtico” según lo entienden las nuevas generaciones. Y también muchos periodistas: “Estamos en condiciones de decir que no hay dos bandos. En cuanto al cambio climático, no hay dos bandos; en cuanto a la democracia, no hay dos bandos; en cuanto al racismo, no hay dos bandos”, dijo Ali Velshi, presentador de MSNBC, con pasado en CNN y Al Jazeera.
Andy Hirschfeld, en un artículo titulado, “Repensar el significado de la objetividad en el siglo XXI”, ratifica que “como profesionales de los medios, se espera cada vez más que mostremos nuestras reacciones y hagamos comentarios personales instantáneos cuando se produce una noticia”.
Esto desemboca a su vez en el creciente fenómeno de la “creator economy”, donde periodistas individuales se suben a la ola de los streamers, youtubers, tuiteros y tiktokers, y se posicionan por encima de los medios para los que trabajan como traccionadores de seguidores, avalados -casi siempre- o no por esos mismos medios.
El colombiano Mauricio Cabrera, uno de los más notables gurúes de las nuevas narrativas en periodismo, lo expresa claramente: “Son cada vez más los periodistas que dicen ser mucho más que los medios en que trabajan” y “dicen que no los necesitan, que ellos, con su propia marca y sus comunidades, pueden ser dueños de su propio negocio y, por tanto, de su propio tiempo y de sus propias decisiones”.
Taylor Lorenz, exredactora de temas de “estilo” en The New York Times y actualmente con la misma función en The Washington Post, pero con más de 500 mil seguidores en su cuenta personal de Tik Tok, está considerada como el paradigma del periodista enfocado en “llamar la atención”. Y ella se defiende con el argumento de que “hoy es un suicidio para un periodista dejar de pensar en su marca personal”.
La teoría de la comunicación se ha hecho añicos. En pocos años hemos pasado de “el medio es el mensaje” de Marshall McLuhan a “el canal (las redes sociales y de mensajería) es el mensaje” y finalmente a “el emisor es el medio”. Lo complejo es detectar hasta dónde debe llegar el periodista con las estrategias de posicionamiento y cuándo conviene no ir más allá.
Cabrera, férreo defensor de la “creator economy”, que implica un emisor individual con “marca” propia, señala no obstante los graves peligros que se afrontan al abrazarla. Uno de ellos es la sobreexposición ante la audiencia y la tentación constante de construirse un rol protagónico por encima de las historias que uno genere. “En la era de la individualización del periodismo, el autor se hace cada vez más relevante que aquello que está contando”, define.
Es decir, no importan tanto los hechos como quien los cuenta. Y peor aún: los hechos serán creíbles no por ser reales sino según quién los exponga. En palabras de Cabrera, “si cuestionamos que los lectores estén buscando contenido que no haga más que darles la razón en ideas preestablecidas, para efectos de creación la dinámica es semejante: si eres este periodista, te creo. Si eres este otro periodista, no te creo”.
Claro que de toda la vida algunos periodistas han sido más creíbles que otros, pero en función de la trayectoria de cada uno. La novedad es que ahora la credibilidad pasa más por la afinidad emocional que por exigencias periodísticas. Porque las audiencias, inmersas en la era de la “posverdad”, decidieron que la objetividad debe ser desterrada de la conversación pública.
En este contexto, transformarse o morir parece ser la consigna. Pero la práctica nos ha mostrado reiteradamente cómo luce la crisálida una vez que la mariposa escapó volando.
Si toda esta situación nos resulta tan enojosa a la generación híbrida, esa que se crió en un mundo analógico pero en la escuela aprendió a manejar las computadoras de 32 o 64 k y en la universidad saltó de un día para el otro de la máquina de escribir y el papel carbónico a programar a base de ceros y unos, me imagino lo que debe ser para las generaciones anteriores, a las que el desembarco de las nuevas tecnologías las encontró ya sentados en su escritorio de trabajo.
Pero el mundo ha cambiado irremediablemente. Y otra vez como el barbijo: no importa el tiempo que pase, no importa lo que nos acostumbremos a ello, tanto el tapabocas como lo nuevo que llega -o por venir- nunca dejará de molestarnos. El problema es que la amenaza ya ha dejado de ser que perdamos el último tren: el peligro ahora es que ese tren nos pase por encima.