Por: Carmen Vera Salinas
Nacido en Posadas, señor. Allá por el 1900. Cuando aún la selva era la única dominadora de la tierra. ¿Que quiénes fueron mis padres? Madre alemana, criada en una colonia cerca de Encarnación, padre criollo con algo del español y del guaraní.
Linda mezcla la mía, como la de tantos, ni más ni menos. En aquellas épocas venían muchos gringos a la América, a buscar trabajo. ¿Que dónde se conocieron mis padres? En un baile. Mi madre, linda y guapa, se enamoró del cobrizo de mi padre.
Así salí yo, medio mezcla. De ella aprendí desde gurí a tocar la acordeona. Cosas de la sangre, dicen. De mozo nunca tuve oficio real. Algún conchabo, de vez en cuando. En realidad, vivía y disfrutaba del cantor y el poeta que me salía, especialmente cuando andaba entonado.
Entoavía lo llevo, sólo que el pajarito está cansado y canta para adentro. Es que la cosa en la juventud, fue algo dura ¿vio? Épocas difíciles. Uno ha visto tanto, que se le retuerce la panza de guelta, al pensarlo.
Por usté, que quiere que le informe, voy a hacer el sacrificio, pero permítame callar si siento que el dolor es muy grande. Uno debe cuidar el cuerpo y el alma, más que nunca, a mis años. Fue para los tiempos de la Industrial, cuando me vine para el norte a buscar destino. Decían que los yerbales necesitaban mozos con ganas de prosperidad. Y así me fui. Por el río, hacia el Alto Paraná. Era la única forma.
No había puentes ni caminos, sólo la gran cinta marrón con la selva a los costados cubriéndolo todo. ¡Qué lindo andaba el río por aquel entonces! Salvaje e indomable, fierazo y corajudo, pero también bonito en su bravura. El monte llegaba hasta las playadas, que las había y muchas.
Así, como me ve, medio viejo y encorvado, aún suelo tomar mi bote amarrado en la chacra del hijo, y remontar el río. No hay mañana más linda que la mañana quieta del río, no hay tarde más encendida que la tarde de fuego en el río. No hay rumbo fijo pa un soñador, que siempre anduvo, como el río, a la deriva.
Me contrataron y caí cerca de Puerto Istueta como peludo de regalo. Guardo aún una lampiuns que alguien me regaló de lo que quedó del obraje. Una de esas me sirvió pa alumbrar mis noches tristes. Trabajé de sol a sol, como otros tantos.
Días hachando, días pesando fardos, noches angustiosas cuando nos enterábamos que algún compañero había muerto picado por la víbora, devorado por la fiebre o por alguna otra cosa peor. Aceptaba todo como una cárcel merecida del destino. Poco se hablaba en los primeros tiempos de lo que ya pasaba.
Una nochebuena recordé a mi madre, allá en Posadas, pensando, quizá, en este hijo que no volvía porque prefirió irse lejos a ganarse el pan. Si ella supiera… Pensé en la caña del almacén de Don Cosme, en la rubita que era tan buena, como el mejor trago para un mensú sediento de placeres…
Entonces, me venció la nostalgia y como loco me largué selva adentro. Me acordé de la picada del medio, vuelta a abrir a machetazos hacía poco.
La charla entre compañeros, ese mismo día, alentó mis ganas. Años atrás unos mbya habían huido del obraje en busca de mejor fortuna. Con solo una canoa a medio terminar habían remontado el río, hacia el Paraguay.
Medio a lo león me metí entre los pindó y encontré la picada que ya había recorrido alguna vez, a espaldas del capanga. Me pareció oír el estampido de una Winchester. Esto me dio más valor. Seguramente alguien había dado cuenta de mi ausencia.
A pesar de todo, del canto del alicuco, de los tropezones y enredonas de las lianas que me tendían trampa en la escapada, encontré el camino.
Y con él la cinta amarronada de la esperanza. El río salvaje dormía a la luna plácidamente. Allí no se escuchaban ni hachas, ni machetes, ni persona alguna quebrando con su quejido los sonidos naturales de la selva. La noche del cielo, junto a Tupa habían bajado con su paz, para darme sosiego.
Rodé por la barranca en busca del agua y caí en una playada. Le pedí a Diosito que me ayudara, y supo escucharme. La sombra plana de lo que parecía una vieja jangada, apareció cerca de unas tacuaras.
Tantié bastante maltrecho el pequeño tesoro en busca de algún remo, pero mis manos se encontraron con algo. Luego un espeso olor a podredumbre invadió el lugar. Cuando la luna me dejó, pude ver la cara desfigurada de Asunción, desaparecido días atrás.
Un machetazo le había perforado la panza y ahí estaba florecido en tripas malolientes de cara a la noche que ahora me parecía negra.
Empujé al desgraciado hasta la arena y las piedras. Me santigüé y ahí lo dejé como a un Cristo crucificado. No tardarían en llegar.
Arrastré mi humanidad y quiso el destino que la balsa comenzara a moverse sola, como esperando… para llevarme lejos.
Entonces en un último esfuerzo fui yo el buen ladrón del monte y con mis brazos y piernas extendidas abracé la salvación. La crecida del río estaba haciendo todo lo que podía por mí. El río nos arrastró sin rumbo, pero con fuerza, mientras la Winchester era apenas el zumbido de un moscardón.
* Cuento ganador en 2011 del V concurso “Narrativa del Yo”, de la Subsecretaría de Cultura de la Provincia, coordinado por Aurora Bitón. Primer premio “Libro de Oro y plata” .
Sobre la Autora:
Nació en la ciudad de La Plata (Buenos Aires). Desde 1997 reside en Misiones. Actualmente está radicada en Puerto Esperanza. Obtuvo varios premios nacionales y provinciales, y varias antologías con cuentos y poesías que fueron publicadas desde su llegada a la tierra colorada. En 2021 publicó su primer libro de literatura infantil: “Carboncito, el gato”.