Con el advenimiento de la vidriería, oficio que incorporó después de otros tantos, Salustiano “Tano” Karabyn (81) comenzó a hacer cuadros y a decorar su local con una buena cantidad de fotografías familiares. En la edificación centenaria que alberga al negocio, la muestra indica la evolución de su vida y la de la mayoría de sus parientes que ya no están, pero que le hacen “compañía”. Ubicadas en un espacio clave, las imágenes llaman la atención y son apreciadas por los clientes que ingresan, dando lugar a una charla cordial y, lógicamente, a que los recuerdos fluyan.
En una de esas fotos, aparece Salustiano de joven, cuando cumplía el servicio militar, primero en la Base Belgrano, y finalmente, en Punta Indio. “Estaba haciendo una carrera cuando papá falleció y me autorizaron a venir durante quince días. Luego pedí quedarme por 30 días más y perdí el curso de radiotelegrafista. Al regresar, me trasladaron a Punta Indio, donde hice un curso rápido con un profesor que me ofrecieron –por indicaciones de un contralmirante-, y salí como operador de torre”, explicó.
Dijo que regresó a casa con una camisa y un pantalón. Pedro, su papá, había muerto, su mamá no estaba en condiciones, y sus hermanos se habían ido, por lo que “me tuve que quedar”. La suerte estuvo de su lado cuando la firma Coca Cola se estableció en Posadas, aunque cuando fue a buscar trabajo en la fila había 80 postulantes para ayudantes. “Cuando llegué a la puerta del depósito, que era grande, me llamó la atención cómo trabajaban, cómo agarraban los cajones sin romper las botellas. Me quedé mirando un ratito, el tiempo suficiente como para que me viera un hombre que con acento cordobés me preguntó: usted joven, ¿qué anda haciendo? Vine a ver el trabajo, pero como había 80 delante mío no hice la solicitud. ¿Sabe manejar?, lo hago desde chiquito, contesté. Me dijo que pasara, me hizo llenar formularios, y a los dos días me llamaron y me pidieron varios certificados, el médico, el de la policía. Nunca en la vida vi que pidieran tantos requisitos en una empresa para trabajar. Al menos acá no se usaba, sólo se preguntaba si era bueno o malo, hijo de quien, por referencias. Entré trabajando como ayudante baja cajón y salí siendo socio del gerente”, manifestó, orgulloso.
Contó que, en la empresa, “trabajé de ayudante, después de vendedor y repartidor, pero un día me llamó el gerente y me dijo: necesito a una persona como vos, que conozca, que haya viajado –cuando podía acompañaba a mi hermano a Buenos Aires y conocía la ruta-. Le dije que tenía a uno, pero que era caro. ¿Y quién es? ¡Y yo!, le respondí. Me consultó si tenía algún bien, le dije que sí, que era lo que me dejó papá. Al otro día llamó por teléfono al Banco del Iguazú, me hizo sacar 500 mil pesos e hicimos una sociedad entre Castagnino, Saves y Karabyn. Al gerente le faltaron unas materias para recibirse de doctor en ciencias económicas, era un bocho y tenía visión para los negocios”.
Comentó que, en un camión con acoplado, “llevaba a Brasil los cajones desarmados y de regreso traía botellas y el misterioso jugo o la sustancia principal para preparar el tradicional refresco”.
Otras ocupaciones
“Tano” tenía noción de panadería porque su papá le había hecho una para un sobrino, “que era el papá de Raúl Karabyn. Vi el negocio y cuando dejo mi trabajo, después de doce años, alquilé lo que era la panadería Brumovsky, detrás del colegio San Basilio. Más tarde hice mi panadería, pero cuando mi hijo Héctor Rubén Ramón “Pepe” (23) falleció en un accidente de moto, terminó la alegría de mi vida y la de mi esposa, Edelira Portillo, y no quise entrar más a ese negocio”, manifestó emocionado el hombre, a quien solo le queda su hija Claudia. Si bien se mantiene bien, “lo agradece a Dios, pero como dicen, la procesión va por dentro. Levantarme todos los días para salir a trabajar, me motiva”.
La panadería se llamaba “Doña Catalina”, en honor a su abuela, Catalina Zubresky, a la que “quise con todo mi corazón, ya que fue quien también me quiso, que me dio amor”. La describió como “una persona extraordinaria. Ella vino desde Ucrania escondida en el barco y aprendió a hablar en castellano porque el cocinero del barco era argentino. Venían en la bodega, donde estaba la cocina. Y eso les sirvió a los bisabuelos cuando llegaron. También aprendió a hablar alemán porque tenía una vecina de la colectividad. Yo era su mimado. Rogaba que pase el tiempo para que lleguen las vacaciones así me iba a su casa, en una chacra de Playadito, Corrientes”.
“Tano” manejó camiones, y algunas veces fue chofer de colectivos para su hermano que tenía una empresa de transporte de pasajeros. Pero con el paso del tiempo, se puso a buscar un negocio donde la mercadería no se echara a perder. “Sin saber nada del tema, fui a hablar con el abuelo de Jorge Malawka, que tenía una vidriería en calle Colón. Le dije, Don Miguel, quiero poner una vidriería porque eso no se echa a perder, y me aconsejó que lo haga, que era un buen negocio”, y así, hace alrededor de quince años que permanece en el rubro. “Nací en esta casa donde está la vidriería. Papá había levantado la parte posterior, y el frente era de madera hasta que la echó y levantó la estructura de material. Ahora estamos en una altura, pero en los comienzos, las calles eran de tierra y las construcciones estaban al mismo nivel. Después, comenzaron a pasar los autos y por la misma erosión, se tuvieron que agregar escalones. En esta zona de hizo la primera colocación de piedras, con empleados traídos desde Brasil. Una vez terminado, algunos bromeaban que se iba a levantar el pavimento porque uno de los empleados se olvidó una alpargata debajo de las piedras”, expresó, el hijo de Genoveva Markoski y Pedro, y hermano de Leonardo, Rosa, Catalina y Manuel.
“La vida era muy dura. Mi papá me había dado un zapato, pero tenía que usarlo solamente el 25 de mayo, el 9 de julio, o cuando iba a la misa. Después había que andar en alpargatas o descalzo, así se ahorraba. Y cuando se necesitaba alpargatas, había que pedir a mamá para que ella le pidiera a papá, que autorizara que bajemos la alpargata que teníamos para la venta. Hoy los chicos tienen mucha libertad. No me quejo, pero la educación era así, y se cumplía”.
Entre las anécdotas y al graficar la estricta conducta de su progenitor contó que la mayor de sus hermanas tenía quince años cuando su papá se enteró que tenía novio. “Le dijo, andá y traé a tu novio. El chico vino y papá le preguntó qué era lo que pensaba: casarte o andar de novio nomás. No, pienso casarme. Bueno, listo. ¿Tenés adónde llevarla? No, recién estoy haciendo la casa. ¿Pero ya tenés la pieza? Sí, entonces te casás tal día. Acá se hace la fiesta. Yo pago todo, y no quiero novio de pasillo, porque después llega el bebé y aparecen los problemas. Y con la restante, pasó la misma cosa”.
Salustiano fue a la Escuela Nº 5 donde “tuve una muy mala experiencia con la maestra porque usaba más el puntero que la lengua. En lugar de enseñarnos, se ponía detrás y si jugábamos a algo, venía y nos pegaba, con orden de papá. Me escapaba y le decía a mamá que esa mujer me pegaba. Después me anotaron en la Nº 1, donde estuve hasta sexto grado, donde Lino Labat y uno de apellido Caquía eran señores maestros”.
Cuando terminó sexto, Pedro le dijo: “Ninguno me trajo título, vos ¿me vas a traer título o vas a trabajar? Le dije, yo quiero trabajar, y me tiró una bolsa de papa al hombro. Mamá lo enfrentó: vas a lastimar a la criatura, él solo la miró y mamá se fue para el fondo. Así era antes”.
Sostuvo que, con apenas seis años, su papá, Pedro, vino caminando a Posadas desde Las Tunas. “Llegó al negocio de los Pauluk que le resultaba conocido porque su padre les traía cargas de huevos para vender en el almacén. Para que no se rompieran, había que envolverlos, uno por uno, en chala húmeda. Unos días después ya salía a vender los huevos para los Pauluk, con los que hacía una diferencia de centavos, hasta que un día compró una carga entera y alquiló la casa de madera que había en la actual esquina de Líbano y Pedro Méndez, y ahí la descargó. Él era muy hábil para los negocios. Sarubbi y Papini hacían los remates, y él iba y compraba propiedades. En esta zona llegó a tener un total de ocho casas de madera en alquiler, levantadas por sus propias manos. Papá era dueño de toda la cuadra, de punta a punta, y donde teníamos al burro, había un depósito para la venta de carbón, teníamos gallinero, huerta, pero después se fueron vendiendo los terrenos. Además, con la jardinera mi papá reunió mucho dinero mediante la venta de productos de la zona”.
Con Edelira se conocieron en el balneario “El Brete”. La joven había llegado desde Paraguay y trabajaba en una casa de familia de la calle San Lorenzo, por donde “Tano” pasaba con el camión mientras realizaba el reparto. Se casaron en la iglesia ucraniana, donde él era monaguillo, un 24 de diciembre. Al finalizar la ceremonia la novia regresó a su trabajo y el novio siguió repartiendo las bebidas, recién por la noche fueron de luna de miel a un hotel ubicado frente a la plaza 9 de Julio.
Bajo estrictas normas
Narró que para tomar un helado había que pedir a Genoveva con cinco días de antelación y que, aun así, “te decía, vamos a ver cómo hacemos, cuando mi padre siempre tuvo plata. Una vez con mi hermano le robamos a papá cinco centavos de un cajón y fuimos hasta el Mástil bar, donde vendían helados. Compramos medio kilo y veníamos comiendo y cuando doblamos, papá apareció de sorpresa, nos metimos en una entrada, pero ya nos había visto. Nos dio una laceada impresionante. Dijo por qué no pediste, pero si pedías no te daba”. Agregó que en el negocio tenían para la venta unas galletitas que tenían forma de animales y que también traían confites, “que yo robaba para comerlos. Él sabía que yo hacía eso, pero no me decía nada porque al mediodía ellos se acostaban a dormir la siesta y yo tenía que quedar a cargo del almacén. Un día jugaba con un gurí y le empujaba la bicicleta. Había un caminito entre el pasto y vi una moneda de un peso toda embarrada. Era como diez mil pesos actuales. Vine corriendo para decir que encontré un peso. Papá le quitó la tierra, fue al banco y le dieron un peso nuevo. Compró una caja de esas galletitas y me dijo que esa era la ganancia del peso que encontré. Comí masitas hasta empacharme”, comentó entre risas.
Siendo un poco más grande, se reunía con sus amigos en el bar de El Mástil, el mismo donde compraron el helado. Confió que había un hombre de apellido Echenique que compró un coche de carreras y hacía alarde de la situación. Un sábado llegó acelerando, bajó, tiró las llaves sobre la mesa donde estaban reunidos y preguntó quién quería probarlo. “Papito” Ramírez, que trabajaba en el hospital, agarró la llave y le dijo: “Vamos a probar tu Ford 8. Un joven de apellido Scarsso y yo, nos fuimos con él. Salimos, agarramos la avenida San Martín que era de tierra, pero la tenían como un lujo. Empezaron a contar, 80, 90, 100, 110, 120, y cuando dijo 130 llegamos a la altura de Forés, que tenía lechería, cuando salió un perro. Ramírez quiso desviarlo y comenzamos a cortar árboles de eucaliptus. Como se acercaba una tropa de vacas hacia el matadero, que quedaba cerca y entraba el ganado de noche, con el impacto, matamos una vaca, le rompimos la pierna a un tropero y matamos a su caballo. Terminamos contra un árbol grueso”.
“Tano” sacó la llave y logró salir. “Me fui caminando perdido porque tenía golpes. Me encuentro con un señor con una linterna, que me preguntó si necesitábamos algo, le dije que sí, que mis amigos estaban heridos, porque chocamos. Me dijo que estaba al tanto porque había escuchado el estruendo. Luego apareció un camión, tiraron a mis amigos sobre la planchada y los llevaron al hospital”. Desde el nosocomio, “llamé por teléfono al bar y les dije que el auto estaba destruido, pero me decían que los estaba cargando. Entonces le dije que llamaran al hospital donde les atendió el policía y les confirmó la noticia”, que fue publicada en un diario con el título “Fangio en Posadas”. La preocupación de Karabyn eran las repercusiones que el hecho podría tener en su casa, pero “por suerte fue sólo un mal recuerdo”.
Siguiendo con las anécdotas, confió que, en enero de 1973, “venía viajando desde Buenos Aires en un Mercedes Benz 1112 con acoplado y paré en San Justo, Santa Fe. Hacía mucho calor. Estaba por quedarme porque estaba muy cansado. Pero al bajar a revisar las cubiertas me despabilé, y le dije al playero que me cargó el gasoil, que iba a seguir viaje nomas. Llegué a otra estación y le dije a otro playero, dentro de tres horas, despertame. Cuando me despierta, me dice, la radio dijo que en San Justo vino un tornado tremendo (categoría F5) que levantó un tractor y lo tiró sobre una casa. El lugar era donde tenía que quedarme con el camión. Entonces siempre dije que el de arriba siempre me cuida”.